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Trader, melómano, economista, lector y escritor....

Antes del anochecer y del nuevo amanecer

Siempre me ha llamado muchísimo la atención cómo el cuerpo, y más específicamente la cara, cambia a lo largo del tiempo. Es inevitable ver las fotos viejas, no más de hace diez, quince años y notar diferencias. También ocurre con la ropa: uno puede sentirse muy cool hoy pero fijo cuando uno vuelva a ver la foto luego, seguro algo de vergüenza, o por lo menos curiosidad, surgirá. Por eso lanzo este consejo: niñas quinceañeras, no importa qué tanto se esfuercen por tener su mejor pinta en sus fiestas, no importa, puedo garantizarles que cuando la vean dentro de otros quince años, en el mejor de los casos, sonreirán de pena.

El paso del tiempo. Respecto a eso, siempre había querido (tenía esa deuda) verme la trilogía de películas Before sunrise, Before sunset y Before midnight. Son filmadas en estos años: 1995, 2004 y 2013. Exactamente cada 9 años, con los mismos actores Ethan Hawke y Julie Delpy. Él, estadounidense, y ella, francesa. Es una hermosísima, y más que eso, realista historia de amor, en la cual ellos por casualidad se conocen en un tren en 1995. Ocurren mil cosas, ¿qué tanto le puede ocurrir a uno en 18 años?, hasta que se deja de rodar en 2013. Ethan en la primera entrega tenía 25 años y Julie 26. Es hermoso ver cómo los puntos de vista sobre la libertad, el matrimonio, el sexo y las frustraciones cambian cuando uno tiene 25 años, cuando uno ya va teniendo 34 (en la segunda parte de la trilogía) y cuando uno tiene 43.

Es hermoso. Es hermoso ver cómo cambian de cuerpo, cómo aparecen las arrugas, cómo en verdad hasta la forma de caminar se va modificando, cómo la risa, si bien esa sí no cambia, presenta rasgos diferentes; qué sé yo, antes reían con más fluidez, más desenvoltura, luego la risa se vuelve un poco más discreta. Una risa a la que se le baja un poquito el volumen. Y los diálogos. Básicamente son tres películas en las que solo hablan: de la vida, de los hijos, de los voluntariados, de los sistemas económicos, del café, de ese a veces voluntario distanciamiento que uno hace de la sociedad, de los lugares comunes, de esas ansias por simplemente tratar de lograr un espacio en este mundo, esas ganas de solo sentarse en una banca en un parque y respirar. Que el tiempo corra, no yo. Qué bello, en serio.

Sí, el paso del tiempo plasmado en películas. Citaré otro, basándome en una deuda cinematográfica que también tenía (y que debía pagar). Hace poco estrenaron una de las series que más me ha gustado en toda la vida: THE NEW LOOK. Esta serie trata del restablecimiento de la moda, del optimismo, del buen gusto en París luego del final de la Segunda Guerra Mundial en 1945. Aparece el hermoso Christian Dior y me solazo en decirlo: aparece mi hermosa Coco Chanel. ¿interpretada por quién? También me solazo al decirlo: por mi hermosa musa por siempre Juliette Binoche. Ella ostenta un puesto que solamente Marion Cotillard podría osar compartir por igual. Juliette sale ahí, tiene 60 años, y personifica a la gran Coco, en su afán de sobrevivir ya que ella fue tildada y señalada por apoyar aparentemente a la causa nazi. Tan fácil que es juzgar cuando lo que hay de por medio entre un juicio es la supervivencia, es el privilegio de tener un pedazo de pan con sopa.

Y sale Juliette, sí. Perfecta. La deuda que tenía es volver a ver su actuación en la trilogía de Tres Colores: Azul, Blanco y Rojo. Ahí Juliette tendría unos 29 años. Y verla actuar ahora como Coco, luego de 30 años, es un ejercicio delicioso. Es ver dos mismas personas, en diferentes dimensiones, el antes y el después, con las mismas sonrisas pero en tonalidades distintas.

Sigue pasando el tiempo y aquí sigo escabulléndome en estas letras para disfrutarlo.

¿A quién elegirían?

Hace unos días estuve participando en lo siguiente: básicamente, era una conocida dinámica en la que están en una isla desierta con 10 personas y llega la amenaza de un tsunami o de algo que ya, en pocos minutos, destruirá todo por completo. Aludiendo a lo excesivamente hipotético, se acerca un helicóptero y solo puede salvar a una persona. Entra el juego: teníamos 30 segundos para que, cada uno, expusiera los argumentos por los cuales debería ser él (ella), y no nadie más, quien debería ser salvado. ¿Qué argumento puedo tener yo para que me salven a mí y no a los demás?

Con toda razón, la gran mayoría exponía argumentos como: tengo toda una vida por delante, tengo una abuela que me espera en la casa con un chocolate y no la puedo defraudar, tengo tres hijos y qué sería de ellos sin mi existencia, quién velaría por ellos, yo soy joven y quiero cambiar este país, quiero cambiar el mundo, soy un trabajador social cuya misión que me otorgaron es ayudar a la gente, ellos me necesitan, tengo una hija que me ama y a la que quiero ver crecer, no sería justo morir tan joven, el mundo allá me espera y tengo todo el ímpetu para cambiarlo.

¿Quién dice que todo lo dicho es falso? nadie. Todo es válido. Pero cuando todo es válido entonces nada es válido. Todos tenían esos mismos argumentos, a todos claramente les espera un futuro en tierra firme. Pero también, si todos tienen los mismos argumentos, ¿cuál debe pesar más? ¿Qué criterio debe prevalecer ante el propósito vital de una adolescente, un adulto o una señora de 60 años? ¿La edad? ¿La magnitud del propósito? ¿La precariedad de los recursos del uno Versus los del otro? En fin, todo en la vida es arbitrario y más aun en ese ejercicio hipotético sci-fi.

Me quedé pensando un rato y me lancé al agua. Opiné que mi vida no tenía mayor propósito que la de ningún otro, que si volvía a tierra firme claramente no iba a cambiar el mundo. Los miré a los ojos y les dije: “Sé que sus familias estarán muy tristes de verlos partir, unos más jóvenes que otros, pero tengan la absoluta seguridad de que me llevaría estas últimas miradas, unas desoladoras, otras esperanzadoras, y se las transmitiré a cada uno de sus familiares”. Esto no lo dije, pero sería bello, dentro de lo triste, contarles a cada una de las familias los últimos días de vida de sus seres queridos. Qué comían, qué dijeron, qué chiste echaron, qué último anhelo cargaban.

Acabó la dinámica. Me quedé con esa idea: muchas veces cuando alguien muere nos acordamos, claro, de todo lo que hicieron, de cuando se graduaron, de cuando se casaron, pero creo que siempre queda en el corazón lo último que hicieron, la última vez que los vieron, las últimas palabras que dijeron. Creo que hay una gran importancia en el ser humano por ese momento de ruptura, ese momento donde se cierra el telón.

Cierren los ojos e imaginen a su ser querido que partió, seguramente recordarán el último momento que lo vieron, la última risa viendo algún programa, algún favor, una última bebida, apaga la luz, pásame las medias, ahora vuelvo. Dicen también que cuando un perro muere, eso dicen los que saben, lo que ellos buscan es la mirada de su amo, un último juego, un último rasguño.

Ese momento de ruptura que nos dice probablemente que la historia continuará, precisamente ahí donde quedó interrumpida.

Transportes, sudor y percances

Hace un par de días vi un fenomenal documental de Agnès Varda. Pero fenomenal es en verdad fenomenal. Ella, Agnès, era una directora de cine francesa, gran representativa de la Nouvelle Vague, o también La Ola Francesa, ese cine delicioso, puro, gracioso y coqueto de los años 60s. Pues bien, entre joyas que ella tiene como “Cléo de 5 à 7″, una película en la que muestran lo que Cleo hace literalmente entre las 5 y las 7pm, entre mil joyas, entre mil cosas con las cuales me maravillo, vi el documental que les menciono, llamado “Du côté de la côte” (“En el lado de la costa”). Es un documental de unos 25 minutos sobre la Costa Azul, hecho en 1958. La directora, junto con otro señor, van narrando sus vivencias sobre los diferentes lugares, qué famosos vivieron por ahí, cómo eran los veranos, y demás.

Como si ya fuera suficiente y no me pudiera maravillar más, así como en el momento en el que mencionan a Colette y cuentan que en esa Riviera francesa ella escribió “El nacer del día” en 1928, la narradora va lanzando algo que lo viví en mi cabeza. Resulta que el viaje de Calais a Niza en el siglo XVIII duraba 16 días en diligencia. ¡16 días! averigüé y hoy se puede realizar en 11 horas 33 minutos por carro. Sigo pensando, 16 días. Dicen que hacía más de cien paradas, de las cuales la llegada a Cannes, destino turístico por excelencia, era la número 107. Solo imaginémonos el calor, las incomodidades y los olores que podrían percibirse durante esos días. Lo más curioso de todo es que , claro, cuando ya se podía viajar de esa manera en esa época, pues ese viaje representaba la gran novedad, esas diligencias eran los Tesla del siglo XVIII.

Por otro lado, hace unos años estuve en el museo Roosevelt. Es una bella casa de campo, en el Estado de Nueva York, a unas dos horas de New York City. El gran Franklin Delano Roosevelt pasaba varias temporadas allá, allá se reunía con diplomáticos, presidentes, gente de todo tipo, en una casa super lejana y con una poliomielitis que le iba aumentando. La guía del lugar nos contaba que él, a medida que su inmovilidad de las piernas aumentaba, hacía todo lo posible para caminar, para no dejarse vencer. Asimismo, salía mucho, planeaba viajes. Mientras ella hablaba yo me preguntaba: “¿Cuán complicado podría ser para él, en esa época, años 30, 40, además con ese calor tan bravo, transportarse?”. Vuelve y juega lo difícil que era en esos tiempos.

Luego, hace unos meses, oía por ahí la historia de un presidente colombiano, a finales del siglo XVIII y principios del XIX, llamado Manuel Antonio Sanclemente. Estaba ya tan achacoso que no gobernaba en Bogotá sino en Villeta, por razones de salud y de altura. Tal parece que él era de Buga y se transportaba así, entre ciudades de clima caliente, sin pasar temporadas en terrenos de alta presión atmosférica. Me preguntaba nuevamente: “¿Cómo hacía para transportarse, para cuadrar su tema de salud en medio de las montañas, una varada, un problema estomacal? Mi tema recurrente son los calores, cómo sorteaban en dichos medios de transporte ahora tan incómodos, tan inamenos, tan, qué sé yo, dolorosos. Los olores, no sé, siempre pienso en los baños, los olores, el sudor, las maletas, los imprevistos.

Por último, como dicen por ahí “last but no least” (de último pero no menos importante) recuerdo siempre una serie que me encantó, llamada THE GREAT, sobre Catalina la Grande en Rusia. Recuerdo un diálogo en el que ella va hablando, con sus vestidos hermosos, su boato, su pompa, su excesivo lujo y maquillaje por las estepas rusas, y le dice a su esposo Pedro, con un aire irremediablemente arrogante y triunfalista, mientras se toma un vodka: “Oye, qué comodidad esta carroza, no puedo creer cómo la gente sigue andando a caballo”.

Solo sonrío e imagino.

Todos podemos ser mensajeros

A todos nos ha pasado que pedimos un domicilio y dice que llega a las 7pm, luego en la aplicación se aumenta el horario a las 7:45, y así sucesivamente ocurren demoras, probablemente a las 8:30 por arte de magia cancelan, queda uno con más hambre y jartera, puede ser que llegue una hora más tarde y cosas así.

Hace poco pedimos un par de rollos de maki, el popular sushi, a un sitio conocido y en una aplicación conocida. Luego caímos en cuenta de que nos encontrábamos en una de las fechas más complicadas: 14 de febrero, San Valentín. Fechas clave de regalos y domicilios como San Valentín, día de la Madre, 25 de diciembre en la madrugada y así, naturalmente se tornan complicadas. Incluso uno ya no dice “el día de la madre los restaurantes se llenan horrible” sino “el día de la madre las aplicaciones se colapsan horrible”. Pasamos de llamadas colapsadas a aplicaciones colapsadas.

El hecho es que pedimos. La hora de entrega pasó de 7:30 a 8:45. A eso de las 9:10 el domiciliario escribió un mensaje diciendo que había problemas y que supuestamente ya casi se lo iban a entregar. A las 9:30 dijo que iba en camino, luego de mandar como soporte unas fotos difusas de una fila de domiciliarios algo malencarados. Me llegó la notificación de que el pedido había llegado, por lo tanto debía bajar a la portería. Cuando bajé no había nadie; llamé dos veces y él contestó diciéndome que ya iba a llegar, que estaba parado en donde decía la dirección. Muchas veces uno piensa lo peor, estafas y demás. Volví a llamar y dijo “oh, qué raro”. Paila, me quedé sin sushi, además ni siquiera era para mí. Se quedaron ellas sin sushi.

Luego llegó corriendo un man con un tapabocas. Era Jaime, un señor sonriente que claramente venía agitado y sudando. Yo ya previamente le había escrito diciéndole “tranquilo, no es culpa tuya, en estas fechas los restaurantes deberían para bien de todos no comprometerse para no arriesgar su prestigio”. Él me brindó una mirada prístina, bella, me dijo que Gracias, que gracias a mí (¿a mí?) él podía llevar comida y sustento a su familia. Me dijo que vivía en Zipaquirá, que estaba en su hora pico, mientras muchos están ocupados en la mañana, él anda en su tope en las noches. Empezó a dedicarme, él a mi, unos minutos, comentándome que había mucha gente que lo trataba mal, pero lo que más me llamó la atención fue lo que me dijo: “yo los entiendo, todos tienen sus problemas, nadie sabe lo que cada uno lleva, claro, solo pido que me vean como un intermediario, que no es culpa mía”. Empezó a hablarme de todo lo bueno, de las buenas calificaciones que tenía en la aplicación, de lo bello de estar vivo, pero también de las peleas que él veía entre domiciliarios para raparse un pedido cuantioso, cómo se degollaban por 10 mil, 8 mil pesos de más.

“Así es la vida amigo, solo le agradezco por cómo usted se portó conmigo esta noche, al verlo puedo notar que es gente de bien” me dijo a mí, luego de una diatriba de unos minutos. Nos dimos la mano, espero encontrármelo nuevamente.

Siempre trato de mirar a la gente. Gente equis que probablemente nunca volveré a ver en mi vida. Todos son una caja de sorpresas, una urna dispuesta a ser abierta. Tal vez si dedicamos los oídos y los ojos, habrá gente ansiosa de compartir su alma.

Así como tal vez ese día Jaime el domiciliario no tenía con quién desahogarse. Tal vez ahora me estoy desahogando yo contigo lector. En este caso, solo por ese día, supe de la enorme calidad de persona de ese señor que llevó unos makis en un día agitado. En un importado día de San Valentín.

Todos tenemos un pasado, una historia qué contar, un cúmulo de ansias y frustraciones. La próxima vez que les llegue un pedido, podría llegar Jaime con su sonrisa. Mándenle saludos.

Teñirnos de normalidad

Hace poco leí algo sobre una investigación que me encantó: sepamos que existen dos versiones de la Mona Lisa así como la conocemos, una llamada La Primera Mona Lisa, que está en el Museo del Prado en España, y la famosa Gioconda, la que todo el mundo tiene en su mente, que reposa en el Museo de Louvre. Con unos años de diferencia, dicen que la “primera” fue pintada por un discípulo de Leonardo da Vinci, mientras que la parisina sí está pintada por él. Son suposiciones, averiguaciones, ¿Quién puede saber exactamente cómo fueron las cosas? Bien dicen por ahí que la Historia es un gran acto de fe. Solo debemos tratar de creer que los hechos fueron así.

Lo curioso es que muchos quedamos atónitos ante su simpleza. Dejando el talento a un lado, y el talante también, sabemos que es un cuadro hermoso pero simple. Diríamos que la ropa que lleva la Mona Lisa es sencilla, no tiene aditamentos, no lleva joyas. ¿Sencilla? ya veremos que no es así.

Precisamente, la forma de mostrar la elegancia en esa época estaba dada por la calidad de las telas y los colores. Bien sabemos que no era tan fácil teñir una prenda; Era de alta alcurnia el hecho de poder teñir los ropajes con colores sofisticados, y aparentemente estos colores de la primera Mona Lisa eran sacados del árbol de hec, el cual fue “descubierto” en Centroamérica. Así que mostrar esos colores era una muestra de prestigio, algo a la que no todo el mundo podía acceder. Aparentemente, los Médici encargaban a varios asistentes, comerciantes y tintoreros a probar nuevas tendencias, nuevas tintas o técnicas que llegaran de otros lugares. De esta manera, en un mercado florentino, encontraron esas tintas. Luego en el otro cuadro, esa seda negra que lleva la Gioconda era símbolo también de máxima elegancia, de hecho el negro sigue siendo imperecederamente símbolo de sobriedad. Nada de joyas, no eran necesarias para mostrar la clase.

Todo esto me llevó a pensar cómo sería la vida diaria en esa época; todos tenemos claro que debían comer, vestirse y construir casas para dormir. Pero, ¿el lujo? ¿las tendencias? ¿A quiénes en algún momento les nace la idea, ya no solo de crear un camisón para taparse, sino de ponerle el color de los pájaros, del cielo, de las plantas que conviven con ellos? Es fascinante. Como gran coincidencia, luego de leer todo esto veía The Chosen, la gran serie sobre la vida de Jesús, y van apareciendo unas señoras poniendo unas telas en agua, como lavándolas, y empezaron a echarle un polvo de colores, con el cual iban quedando teñidas. ¿Qué le echarían ahí? ¿A quién se le ocurrió?

La vida se va creando a partir de los hábitos. Los hábitos hacen la vida. Algo que vemos ahora muy normal, antes era una gran novedad y exclusividad. Usar Excel para nosotros es normal, buscar algo en google es usual, prender el televisor y que de una salga la imagen nítida no nos sorprende, pero debemos saber que todo eso antes o no existía o se hacía de una forma rudimentaria.

Vemos que las gafas de Apple Vision Pro son la gran novedad, ya hay varios videos de gente usándolas por las calles, incluso manejando carro o en el gimnasio; claramente ya ha habido otros atisbos de gafas de otras marcas, que pues no han tenido tanto éxito, tal parece que con Apple sí será todo un suceso. Ya luego seguro hablarán con la Mona Lisa, bien sea la primera, la segunda o hasta la tercera. Dentro de varios años me estaré riendo de este artículo, ya luego esa exclusividad estará teñida de normalidad. Seguro estaré, eso sí, vestido de negro

PAN Y ROSAS

“Sí, es el pan por lo que luchamos, pero por las rosas también”. Leí esta frase, de un poeta llamado James Oppenheim, en una entrevista a Rebecca Solnit en el periódico . Tuve que detenerme, debí sentarme, ya que debía interiorizarla, pensarla y así no dejar pasar ese momento. Me gusta mucho el término embrace, del idioma inglés, al referirse a esto. El tan afamado y hashtagueado “embrace the moment“, el cual no es otra cosa diferente a detenerse, darse cuenta de lo que estoy viviendo, valorarlo, abrazarlo, aceptarlo, digerirlo y continuar. Pero entonces vamos por partes.

Esta frase, contenida en un poema de 1911, proporcionó el fuego inicial para muchas revoluciones feministas. Rebecca mencionó esta frase porque en su libro “Las rosas de Orwell”, ella escribe sobre eso: sobre una revolución que debe ir acompañada de la belleza, no solo de las igualdades y la producción. Qué bello. Por lo tanto, lo que siempre hago yo es que cuando veo alguna mención a algo o a alguien, intento buscar en mis libros algo de ese autor, abro ese libro en común que tengo, veo lo subrayado, lo reviso y siempre encuentro cosas hermosas.

El único libro que tengo de Rebecca Solnit es “Recuerdos de mi inexistencia”. En el comentario al inicio, yo escribí lo siguiente: “es julio de 2021, la vi, tenía que leerla, este libro me llamó”. Este bello libro, que tanto disfruté, habla sobre la noche, sobre la existencia, sobre su juventud. Menciona por ahí una frase de Andrew Marvell, un poeta británico, otro poeta, de 1600s: “Los dioses, que andan tras belleza humana, siempre acaban rendidos ante un árbol”.

Listo, vamos atando cabos. Entonces, ¿Dónde estará la belleza? ¿por cuáles cosas hay que luchar? Sigo buscando pistas sabiendo que claramente son preguntas que no tienen respuesta. Tal vez eso sea lo fascinante: que no haya respuesta, morir en la averiguación. Escribe Rebecca que a veces la claridad exige complejidad, es cierto.

Todo esto se va develando. Quitémosle el velo. íbamos de paseo hace poco por un bello pueblo de Cundinamarca llamado Guatavita. Hay cosas que uno espera encontrar, claro: una represa, agua, picnic, vegetación, caminatas, postres, ajiacos, merengones. La placidez de un pueblo (en temporada baja). Gente por ahí, cada quien en lo suyo, parejas, familias y berrinches.

Y entonces quedé rendido, no como Andrew Marvell ante el árbol, sino ante un sitio pequeño, cerrado, oscuro, lleno de adornos, recuerdos y fotos. Se llama Café Snack, queda ahí en pleno pueblo. Nos llamaron la atención unos herrajes, si se puede decir así, en forma de guitarras. Mejor dicho, imagínense una guitarra hecha con cadenas de bicicleta y cosas así. Inmediatamente fui entrando y empecé a sentirme transportado; claro, cada quien decide a donde quiere transportarse, es más, cada quien decide si quiere o no transportarse. Pues bien, empezó a sonar un jazz de los años 50, diría yo, luego un foxtrot, sonó algo de alguna representante de la chanson francesa.

Fue hermoso. Asimismo, me dediqué unos minutos a estar yo solo, a contemplar. Oía la música, veía el ambiente, tomaba un rico capuchino, solo contemplaba. ¿Qué tanto hubiera querido yo ser? ¿qué tanto puedo ser? ¿Qué en verdad es importante en la vida?Hay tanto allá afuera. Tantos olores, texturas, tantas sensaciones que, en un solo instante, pude revisitar.

“Sí, es el pan por lo que luchamos, pero por las rosas también”. La revolución de lo bello. Debemos luchar por el pan, claro, debemos traer el pan, debemos recibirlo. Pero esas rosas, que a veces están marchitas, esas rosas a las que a veces se les va el aroma, esas rosas que existen en el mundo y cuyos pétalos a veces casi se desprenden de tanto languidecer, por esas rosas, por estos momentos, por la cultura, por la belleza, por estas rosas también debemos despertarnos todos los días.

El pan nos permite vivir. Pero las rosas, esas son las que nos salvan, ellas son las que no nos dejan morir. Gracias Café Snack y gracias Rebecca.

Travesuras de un gato

No sé si quería irme o si quería quedarme. Esa indecisión fue la que me obligó a extender mi estadía, ya que supuestamente a las 7 de la mañana nos iríamos en el carro pero yo estuve escondido 1 hora entera, hasta las 8. Oía por todos lados mi nombre, todo el mundo me llamaba, alcancé a ver que miraban hacia el techo, por en medio de los matorrales, la gente buscaba debajo de las mesas, debajo de los carros, en los armarios, reblujando entre la ropa y nada. Claro, yo no aparecía, yo estaba por ahí afuera, en el patio de una casa vecina, en posición de emperador, con mi lomo brillante y escondiendo mis garras con el puño cerrado. No sé porqué, simplemente me escondí, tal vez no quería dejar la posibilidad de andar por techos y pasto a mis anchas. Pero en el fondo también quería estar en mi casa, tranquilo y sereno.

Al cabo de una hora, como les decía, salí muy orondo de mi escondite. Los tres humanos que viajaban conmigo tenían ya todo listo, maletas, bolsas, mecato, café, ropa, cobijas y solo faltaba yo. Me montaron en el carro y empezó el viaje. Debíamos recorrer Cauca, luego el Valle, Quindío, la mítica “Línea”, un lugar que se me quedará grabado de por vida (ya verán luego porqué), Tolima y Cundinamarca hasta llegar a la capital de este país, este país cuyos problemas y virtudes veo que ponen mucho en una pantalla llamada Televisor.

Los humanos pararon en un pueblo, llamado Pescador, a comprar pandebono y luego al cabo de un par de horas empecé a sentir mucho calor, íbamos por el Valle y me empecé a desesperar. Me sentía bastante incómodo, no sé, muchas veces he viajado quieto en mi guacal, pero esta vez no me hallaba. Aun en clima caliente me sacaron del carro a dar una vueltica a ver si hacía mis necesidades. Más adelante, durante el recorrido, el clima se empezó a tornar un poco más frío y empecé a sentir desespero, algo que empecé a manifestar babeando. Mis queridos humanos se angustiaron un poco al verme así, nunca antes había ocurrido. Si entran a google y preguntan porqué nosotros los gatos babeamos, se darán cuenta que se debe al estrés. Babeamos por el estrés. Qué tanto babearían los humanos si también tuvieran nuestra misma condición.

Como les decía, íbamos en el carro y yo seguía babeando, parecía como si estuviera envenenado, imaginen lo que podría sentir un humano al verme así. Yo tan calmado y callado. En plena carretera ellos pararon, en medio de los riscos de las alturas, ya con el frío de la montaña. En ese momento, apenas abrieron el carro, me bajé y pensé en estirar mis patas; en ese mismo instante se me aparecieron dos perros gigantes, me empezaron a ladrar, se me acercaron y no tuve más opción que meterme debajo de un carro. Estaba en un sitio pequeño al cual ellos no tenían acceso. Sin embargo, no podía quedarme ahí toda la vida, debíamos continuar, así que los humanos pidieron el favor a unos campesinos para que ahuyentaran a los caninos y así poder volver a mi lugar.

¿Error de cálculo? ¿Miedo? El hecho es que no corrí hacia el carro, sino que corrí para el otro lado, crucé la carretera, con todo el riesgo de que me atropellara una mula, una moto, algún carro, y me subí inmediatamente al monte. Recuerden que estábamos en montaña, todo consistía en un entramado de árboles, todos muy juntos, con un muy difícil acceso. No sabía qué hacer, me monté en un árbol, preso del terror. Me abrumaba el sonido de los carros, el paisaje extraño, los perros que me habían perseguido. Ahí me quedé varios minutos, mientras los humanos gritaban y me llamaban. ¿porqué había actuado así? De un momento a otro, un campesino empezó a forcejear con el árbol, tratando de agarrarme, tratando de tumbarme, zangoloteando el árbol, hasta que caí, era una altura considerable. Como digo, caí en plena carretera, creo que no caí muy bien porque cojeé unos cuantos segundos, todo era estresante. Pudo haber pasado algún vehículo, pudo haberme atropellado, pude haber muerto. O tal vez sí morí, tal vez me gasté unas cuantas vidas, así como las vidas de Mario Bros en los videojuegos.

Volví a pasar la calle, un poco mareado e incómodo, hacia el lado de los humanos, pero no llegué hacia el lado de ellos, sino que me metí por otro lado. Luego ahí vi que venía mi papá (el señor que manejaba el carro) a rescatarme. Qué susto porque en ese paisaje, en esa escena, en ese rincón, solo estaba yo y a unos metros estaban los perros, esta vez inexplicablemente quietos y callados. Tal vez estaban chismoseando todo. ¿Qué hubiera pasado si hubieran mordido a mi papá? Fui el protagonista, al final me cargaron y luego me volvieron a meter al guacal. Ahí ya no babeaba, no jadeaba, no chillaba. Ya luego que arrancamos, todo fue un inmenso silencio, mezcla de estupor, cansancio, privación y sueño.

La aventura había acabado. Luego de muchas horas más, con sed y hambre, llegué a mi casa de clima frío, valoré la quietud y aquí sigo, ya apenas mirando los árboles desde la ventana, ya no raspándome sino más bien estirado en un asiento de tela verde oscuro. Ya ahora descanso. Con varias vidas por delante, aunque ya no son siete sino menos.

Son menos de siete, luego de mis aventuras por las carreteras de Colombia.

El mundo de ayer

Hace unos cuantos días acabé de leer El Mundo de Ayer, novela autobiográfica escrita por Stefan Zweig. Este gran escritor, quien nació en 1881 y se suicidó en 1942, era un judío, nacido en Viena, diletante total de las letras, del conocimiento, y este libro representa todo lo que él vivió desde que era joven hasta que estalló la Segunda Guerra Mundial. De plano ya intuimos todo lo que sufrió al ir viendo el desmoronamiento de esa Europa tranquila y culta que vio en su juventud. Esa Europa en la que era usual debatir ideas sin miedo a la ignominia, en la cual florecía arte en todas las esquinas, ese continente lleno de ópera, esa ciudad (más exactamente) donde paseaba por la calle Beethoven y donde, como él escribía, “una pobre viejecita se nos antojaba un ser sobrenatural, solo porque era bisnieta de Franz Schubert”. Qué belleza, qué sobrecogedoras todas sus páginas, además sin capítulos, sin hojarasca, sin excesos. Literatura puntual y exacta, todo lo contrario del libro “La Autopista Lincoln”, que también voy leyendo, este sí enmarcado dentro de la excesiva narrativa, con demasiados espacios y diálogos innecesarios (hasta ahora, apenas voy por la mitad).

Volvamos a El Mundo de ayer: como decía, era todo tranquilo, su sitio de reunión era el Café Vienés, había una constante emulación de sensaciones. Este señor empieza a frecuentar bibliotecas, empieza a fascinarse por los libros ingleses, franceses, rusos, lee a Dostoievski, a Balzac, y al ver tanta riqueza decide irse a descubrir su propia visión del mundo. Describe a la perfección la sociedad francesa, también la sociedad inglesa, la idiosincrasia alemana, aparentemente similares pero, bajo su juicio, bastante disímiles.

Él va narrando todo con una maestría excepcional. Luego, estando tranquilo en Baden, recibe, a viva voz por alguien en la calle, la noticia del asesinato de Franz Ferdinand en Sarajevo en 1914, evento que desencadenaría el surgimiento de la I Guerra Mundial. Franz Ferdinand, o Francisco Fernando de Austria, era el heredero del Imperio Austrohúngaro, entonces al asesinarlo empieza todo a resquebrajarse. Stefan Zweig narra todo, va contando cómo todo va cambiando y bueno, es obvio manifestarles que aquí simplemente hay un porcentaje mínimo de todo lo hermoso de sus letras.

Más que los hechos, importa mucho las opiniones que de ahí extraje. Stefan consideraba que, entre más amigo de alguien, entre más admiraba a alguien, en cierta forma más se alejaba, ya que cuanto más estimaba a alguien, tanto más respetaba su tiempo. Qué belleza. Además, él siempre fijaba un límite a toda cordialidad particular. ¿para qué adular? ¿para qué figurar? El tiempo para sí es muy valioso, para qué llenarlo de ruido.

En muchas profesiones importa el afán. El cumplir objetivos, el siempre estar a la vanguardia, el correr. Zweig decía que la literatura es una profesión hermosa, porque para ella la prisa resulta superflua. Todo era hermoso antes de la Guerra, el cielo refulgía en Berlín, en todos lados. Una sola llamada, una orden, mandaría todo al traste.

Una libertad interior sin jactancia, eso es lo que lo definía. Me llamó mucho la atención una frase que él dijo a la luz del asesinato de Franz Ferdinand, algo que él dijo en pleno alboroto, nadie sabía qué iba a pasar: “¡Tonterías! que me cuelguen de este farol si los alemanes marchan sobre Bélgica”. Luego un par de líneas más abajo escribió: “Hoy debo agradecer a mis amigos belgas que más tarde no me hayan exigido el cumplimento de mi palabra”. Este comentario refleja todo: nadie, nadie imaginaba que Alemania invadiría, nadie en los corrillos de los cafés, en plenas calles , veía posible el advenimiento de una guerra. Y solo estoy hablando de la primera. Imaginen no más todo lo que vendría después.

Era insensata una posibilidad bélica.

Dan ganas de llorar ante tantos hechos que vendrían después. Acaba la Primera Guerra, sigue la posguerra, siguen los locos años 20s, sigue el surgimiento del nacional socialismo, sigue luego todo su destierro. Zweig termina yendo a Brasil, impresionado por esa bella energía que emanaba de una no contaminada América del Sur, había visitado Argentina también. Y bueno, en Petrópolis, Brasil, fallece.

Leí muchas cosas bellas. Contaba que la gente se invitaba mutuamente a fiestas de smoking y frac, sin sospechar que pronto vestirían el uniforme de presos de los campos de concentración.

“Pero cualquier sombra es, en última instancia, sin embargo, hija también de la luz. Y sólo el que ha experimentado eventos claros y oscuros, la guerra y la paz, el ascenso y el descenso, sólo ese ha vivido en verdad”.

Así termina. No hay nada más qué decir.

CURIOSIDADES ECONÓMICAS DE ANTAÑO

En un periódico, la sección que más tiene futuro es la de “Hace cien años”. Repito, es la que más tiene futuro ya que si los periódicos acabaran hoy, si el mundo acabara hoy, pues habría material por cien años más. Nada más innovador y progresivo que lo antiguo, nada nos proyecta más.

Revisando lo que publican ahí encuentro siempre bastantes joyas. Por ejemplo, en la Alemania maltrecha y denostada de 1923 (como digo, hace cien años), su moneda el Marco estaba tan devaluada que ya no constituía un medio de pago, sino que algunos servicios eran medidos por la cantidad de huevos que se debían entregar por ellos. El famoso trueque. Literalmente, en Ochsenfurt, municipio de Baviera, la afeitada costaba dos huevos, el corte de pelo cuatro huevos y el lavado de cabeza tres huevos. Ya imaginarán ustedes, con alguna sonrisa pícara entre líneas, cómo sería el método de pago, o más bien cuántos huevos implicaría algún servicio más intimo. Piensen en alguna analogía (¿huevos?). No más imagino a los pobres germanos presionando a sus gallinas para proporcionarles el método de pago para nivelar a ras las patillas o la sotabarba.

Me queda una pregunta: ¿Serían entonces las gallinas las entidades emisoras de ese entonces? ¿Entrarían en pugna con el Banco Central, al ser partícipes indirectamente de la política monetaria? Tal vez ese método de pago haya sido el que cansó al pueblo, tal vez esa fue la gota que rebosó la copa en el fortalecimiento del Nacional Socialismo. En fin.

Luego, revisando más curiosidades, ya no de hace cien sino de hace 25 años, vi cómo se iba presentando una novedad, algo revolucionario, en el mercado colombiano: los hipermercados. En 1997 mostraban cómo los consumidores no iban ya a las tiendas de barrio: el 82% iban a super o hipermercados (en últimas, ¿quién delimita esa diferencia?). Qué jartera ir a la tienda de barrio, más bien vamos a Makro o a Carrefour o al Exito, más chévere, diría la gente. Vemos cómo esa tendencia poco a poco se fue revirtiendo, ahora mucha gente prefiere ir a su tienda pequeña a dos cuadras de la casa, a los famosos fruver, donde se consigue todo cerca, fresco y además se apoya al veci. Tendencias que van cambiando, mentalidades que no pueden ni deben ser estáticas. En vez de estático, prefiero ser extático.

Leía por ahí también que en 1923 el gobierno suizo estaba muy preocupado por el alcoholismo. Incluso hicieron un plebiscito sobre el proyecto de ley anti-alcoholismo, ya que estudios mostraban cómo el pueblo gastaba más en licor que en pan y leche. ¿En Suiza? ¿Un país que relacionamos con sanos hábitos, chocolates, Nestlé y relojes? Pues bastante que libaban sus licores en ese entonces. Le pegaban al drink al ciento. La economía básica, sus consumos y tendencias, cambian conforme cambia la situación sociopolítica.

Por último, en un bello libro de Amor Towles (se llama así, pronúncienlo “eimor”), llamado La Autopista Lincoln, hubo algo que me llamó la atención. Dos de los cuatro protagonistas debían viajar a Nueva York. Estamos situados en los años 50, naturalmente los trenes eran el método de transporte público interestatal más usado, entonces un mendigo les recomienda el Empire Special, que pasa a la 1:50pm, solo hace 6 paradas y se demora tan solo 20 horas desde San Francisco. Hasta ahí normal, pero luego viene esta joya: el mendigo dice que, si bien es la mejor opción, no la recomienda para nada, ya que en la parada de Chicago llenan el tren con bonos al portador que van directos a Wall Street.

El mendigo advierte que ahí viajan cuatro vigilantes armados, volviendo la experiencia un poco traumática. Alto ahí. Imaginen tan solo cómo sería el cuadro: un poco de policías llevando bonos, puros bonos, imaginen cuántas transacciones se harían en ese momento, cuántos se perderían, cuánto riesgo. ¿Qué diría aquí el departamento de riesgo operativo? Ahora todo es sistematizado, pero pues imaginen en ese momento los bonistas, los banqueros, esperando impacientemente, con tabaco en mano, la llegada del Empire Special para hacer sus transacciones, para pegarle al bid, al offer, el endoso. ¡Míos todos esos papeles que vienen de Chicago, papá! mientras oían su rock and roll y andaban en sus automóviles Studebaker Land Cruiser.

Qué bello leer y qué bello compartir. Las joyas están ahí, nadando calladas entre millones de letras, en medio de noticias y papeles, esperando que un joyero las esculpa.

ANIVERSARIO DE TRONOS

Tenía una gran empresa a mis espaldas, casi una utopía, una gran misión autoimpuesta: verme una de las series más famosas de los últimos tiempos. ¿A cuál me refiero? Naturalmente Game of Thrones. Suena bastante raro desatrasarse de algo luego de tanto tiempo, en primer lugar por lo caduco que cualquier comentario puede volverse pero también porque cada día, diría yo que cada minuto, salen nuevas películas, nuevas series, varios documentales y por simple matemática va aumentando la variedad mientras disminuye el tiempo disponible. El reloj de arena.

Era curioso e inevitable ver algún tuit por ahí o algún titular de youtube en el que alguien se quejaba por el famoso final o cualquier otro tipo de spoiler sobre algún personaje. Difícil no darse cuenta, me iba enterando yo sobre los dos bandos: los que decían que el final era magnánimo y los que lo pisotearon con ahínco. Ya sabía yo que se venía algo raro, había visto un par de críticas pero en síntesis seguí navengando mi vida de aficiones sin documentarme. Empecé y las tres temporadas iniciales, hace ya algo más de un año, pasaron sin ton ni son. Continué con calma, mientras veía muchas películas más, mientras también me desatrasaba (y ahí me sigo destrasando) de Servant, otra serie impresionante.

Iba transitando por la carretera de Game of Thrones mientras me cruzaba con libros, películas y otras series por el camino. Hacía pausas, olvidaba, retomaba, así como debe ser. Me quedaba complicado hacer maratón: estoy seguro que si, por lo menos en mi caso, me veo 9 horas de algo, al final quedaré saturado y no lo disfrutaré, más bien si dispusiera de mucho tiempo y decidiera ponerme a utilizar ese tiempo SOLO a ver algo, cosa que no creo que ocurra nunca, más bien me vería un par de capítulos y luego vería otra obra y luego otra. En fin. El tiempo corría y el interés, tal como un amigo me vaticinó, empezó a ir en crescendo. Estaba yo en un gran crescendo. Las puertas se me empezaron a abrir y con ellas los paréntesis, los interrogantes. Lo estrepitosamente achispado.

Como quien va corriendo y ve que poco a poco se empieza a ver la meta y por lo tanto empieza a acelerar el paso, así me ocurrió a mi. Ya en la sexta me empecé a enloquecer, vino la séptima y ahí sí la octava temporada empezó a generar tal chispa, tal embriaguez que no podía sino pensar en qué iba a ocurrir. Desayunaba Bon Yurt con Targaryen y cenaba Starks con arroz. Nada de spoilers, solo disfrutaba y me dejaba llevar. Compartía bobadas por ahí en redes y había gente que me iba respondiendo cosas como “dale, continúa, no te vas a arrepentir”. Me daban espaldarazos.

Había algo en contra: muchas veces veo series en la calle, en el Transmilenio, en buses, no sé. Esta vez, y más puntualmente en el famosísimo, el célebre capítulo de La Noche Larga, todo es muy oscuro, así que cualquier atisbo de imagen en la pantalla era imposible, todo se veía absolutamente negro. Ese inconveniente generaba retrasos en el cronograma de mi utopía, ya que solo era posible adelantar procesos en el televisor.

El 19 de mayo de 2023 me vi el último capítulo. Había nostalgia, probablemente tuercas que uno hubiera querido apretar de forma diferente, es que con algo tan largo y con tantas aristas era imposible que toda la gente estuviera conforme. Imaginen si no. Uff, la había acabado, había gente descreída que no imaginó que fuera a acabar. De hecho yo no puedo dejar nada inacabado: así no me guste, tengo que permanecer al final, se me hace inconcebible por ejemplo leer 70 hojas de un libro y si no me gusta dejarlo tirado. No puedo, siempre puede pasar que al final esté la luz, no más acuérdense de El Amante Japonés de Isabel Allende, donde la escritora en las últimas dos hojas nos da una bofetada, esas bofetadas certeras y fulminantes que cambian o explican el final por completo. No, en el arte y en el fútbol hay que quedarse hasta el final, hasta el último pitazo.

Bueno, ya había acabado el 19 de mayo, como les digo. Me metí a redes sociales, busqué algún meme o algún post relacionado para compartir mi felicidad, alguna foto, qué sé yo, y voy viendo a mucha gente feliz rememorando eventos: resulta que ese día pero exactamente cuatro años antes, EXACTAMENTE cuatro años, habían estrenado el final. No lo planeé, yo no lo planeé señoritos. Absolutas coincidencias: imagino hace 4 años los fans mirando el “Series finale” con alitas, birras, tabacos, coca cola, risas y recochas. Imagino la locura, además en redes, blogs y noticieros se gestaba todo tipo de comentarios, polémicas, entrevistas e intrigas.

Bueno, todo eso lo viví solo, todas esas especulaciones, peleas, vetos y expectativas las viví en mi mente, recorrí el camino solo. Como un lobo huargo en plena estepa de Invernalia, llegué. Coroné. Exactamente 4 años después.