Cómo dejarse llevar por los sentidos, de la mano de Oscar Wilde y Amélie Nothomb

Hay rutinas que me encantan. Pienso que las rutinas son las que nos hacen precisamente sentirnos vivos, saber que todo vuelve a empezar, saber que estoy vivo ahí de nuevo……

El día aquí en mi burbuja comienza con desayunos y música a todo volumen. No puede ser de otra manera.

Empiezo a mezclar la harina, la leche de coco o de almendras, la avena, ya no por medio de recetas sino intuitivamente. Caliento la estufa y empiezo a poner al calor los amasijos. Mientras tanto prendo mi sonido, mi sistema de mixers. Hay cosas nuevas y cosas antiguas. Desde Tannhäuser hasta Leftield Bass. Las frutas van siendo puestas, el banano, la manzana, arándanos, luego miel, mi delantal rojo sirve de cómplice, al igual que la moñita con la que me recojo el pelo. Mientras se van haciendo los pasteles, o algún huevo frito, alguna tostada francesa, voy acabando libros, voy escribiendo frases. Pienso en lo mágico de las rutinas. El bombeo incesante del conocimiento. Café recién hecho y mantequilla.

Van acabándose libros y surgen nuevos. Esta vez terminé “El crimen del conde Neville”, de Amélie Nothomb. Lo curioso es que, al leer el prólogo, decía que fue basado en un cuento de Oscar Wilde: “El crimen de Lord Arthur Savile”. Wow, ¿qué debo de hacer entonces? Releer a Wilde, así que empecé yendo a mi biblioteca, sabía que ahí debía estar mi libro de cuentos de este escritor, este absoluto genio, este dandi injustamente venido a menos.

Vaya, lo encontré. Y lo empecé a leer, luego de 6 años de haberlo leído por última vez. Releí “El gigante egoísta”, tal vez lo más hermoso de Wilde. Leí el del crimen de Arthur Savile y me volví a maravillar, recordé contextos. Habiendo acabado ese cuento empecé con la historia de Amélie Nothomb y claro, tienen mucha relación. Me dejé llevar. Nada más bello que dejarse llevar. Es hermoso ir averiguando todo lo que se va plasmando.

Al final de uno de los libros mencionaron una canción de Schubert: Ständchen. Es decir, Serenata en alemán. Averigüé y encontré una hermosa versión cantada por Susanne Mentzer. Me metí a oír unas óperas de ella y llegué a una zarzuela: “É amore un ladroncello”. Se presentó una total sinestesia en todo mi cuerpo, en mi ser. La cultura. Continué dejándome llevar. Terminé oyendo a Anna Netrebko, cantando unas bellezas de Verdi. Serendipias musicales.

Qué placer. También mencionaron, en El Tiempo entre Costuras, otro libro recién terminado ayer y del que luego hablaré, un cuadro: “Isabel de Portugal”, pintado por Tiziano. No podía maravillarme más. Empecé a ver cuadros, vi Botticellis y Kokoschkas. La alegría del color.

Fue todo un proceso: dos cuadernos, tres libros, un diario, un lapicero, un resaltador amarillo, una taza con café, unos audífonos Pioneer, una moña y este computador, en el que escribo las vivencias y las explosiones producto de la irrupción de lo bello.

Sí, la irrupción de lo bello. 

Mis teorías sobre Dark, de Netflix

Hace ya casi un año, en julio de 2019, tuvimos la oportunidad de ir a la casa de campo de la familia Roosevelt, una bella casa-museo situada cerca a un pueblo llamado Poughkeepsie, a unas dos horas de distancia de New York City. Esa casa era una de las tantas que tenían, y según lo que dijo esa vez la guía, era la casa más visitada, ya que era muy amplia, quedaba en pleno campo y tenía al río Hudson ahí al lado, lo cual facilitaba su acceso. Hermosa esa estancia: toda enmarcada en el pasado, además hubo algo que me conmovió. Ocurre que Franklin D. Roosevelt tenía polio, cada vez le era más difícil caminar y mover sus manos, pero como era un dirigente, no podía mostrar su debilidad, entonces en esa casa hay una especie de ascensor escondido, por medio del cual los ayudantes subían al segundo piso y volvían a bajar la silla de ruedas y la escondían, cosa que cuando algún visitante llegara, algún Churchill por ejemplo, pudiera ver a Franklin, como si nada, sentado tranquilo en su despacho.

Bellas cosas había en esa casa de campo. Ese día hicimos picnic en los alrededores con mi primo Juan Carlos. Sándwiches con tomates secos, quesos, papas de paquete, gaseosas y jugos de naranja. Estaba haciendo muchísimo sol, estábamos en pleno verano, así que la sombra de esos inmensos árboles constituía el mayor y necesario sosiego. Incluso nos quitamos los zapatos. Cuando estábamos ahí a unos cincuenta metros estaba una señora de unos 80 años pintando un cuadro, tranquila, absolutamente solazada con sus pinturas, su trípode, el esposo haciéndole compañía y su sombrero que le cubría el sol. Yo me quedé mirándola: si hiciera el ejercicio mental de imaginar a mi hija María Belén de 78 años, es decir su edad actual 12 + 66 años, sería como ella. Además ella es pintora también. La señora me saludó con una cordial sonrisa y se nos quedó mirando con bastante curiosidad.

Se me vinieron muchas preguntas. Probablemente a mi hija le quedó gustando ese sitio, luego terminó su bachillerato, se casó, estudió medicina, vivió en varios lados, operó muchos pacientes, luego tuvo un hijo o dos hijos, ellos crecieron y ya luego de todo, cuando estos hijos se casaron, luego de estar cansada de vivir en el ruido de New York, con tanto hablado en el Metro, “stand clear of the closing doors please” , después de tanto bullicio en Brooklyn, de tanta gente en pleno Manhattan, después de vivir en Suiza y en varias partes, luego de todo eso tal vez decidió dedicarse a la pintura.

Ya a los 70 años se puso a experimentar con la pintura del siglo XIX, le dijo a la hija mayor que le comprara unas paletas y unos óleos, unos acrílicos, mucho azul, mucho. Empezó a pintar, de pronto se le apareció un viajero en el tiempo, con barba y pelo largo, con una aparente maleta en sus brazos, preguntándole si de pronto le gustaría ver dónde nació todo este gusto, tal vez le haya dicho que cada 33 años el ciclo de la vida se repite, todo se vuelve a alinear. Y que se devolvieran rápido a 2019, un año antes de 2020 para verla pequeña, y así decirle que se prepare para evitar el Apocalipsis de mañana 27 de Junio de 2020.

Probablemente en esa mansión había algún tipo de energía, alguna carga de Wolframio o Tungsteno, que permitió el viaje en el tiempo. Tal vez yo en algún momento viajé del Londres de 1800, siempre lo pienso, y llegué a los 13 años aquí a mi ciudad. Tal vez. El día del Apocalipsis mañana 27 de Junio de 2020.

El hecho es que mañana estrenan la tercera temporada de Dark. Tal vez este escrito es solo un homenaje a ese fenómeno de serie. A esa locura. Hay gente de Game of thrones, yo no. Hay gente de Billions, yo no. Hay gente de House of Cards, ni idea, yo no. Yo soy Jonas, la única diferencia es que mi impermeable es verde, no amarillo. Y tal vez mi hija si sea esa pintora de 78 años que estaba ahí ese día.

La isla de náufragos que es la vida….

Esto leí ahora, hace cinco minutos, en el libro del desasosiego: “Cuanto más alta la sensibilidad, y más sutil la capacidad de sentir, tanto más absurdamente vibra y se estremece con las cosas pequeñas”. Vaya vaya, continué cocinando. El sabor del pescado blanco y blando, ya con la esencia del ajo impregnada, con algo de limonada de coco y algo de vino blanco de cajita, iba consolidándose cada vez más. Iba forjando su carácter el pescado, a medida que freía unas papas con cáscara en una boquilla. Al costado izquierdo del mesón puse a hacer café, pelé una zanahoria para echarle a la ensalada y la sazoné con algo de vinagre.

Continué leyendo. Pessoa en el párrafo siguiente escribía: “La humanidad que es poco sensible, no siente la lluvia sino cuando le cae encima”. Luego leí otra frase: “La isla de náufragos que es la vida”. No hice jugo sino que serví solo agua. Miré a la ventana y llovía, me miré los zapatos, bajé a mi mascota un momento y mientras todo el almuerzo quedaba en bajo, listo a ser servido, me senté en el pasto. Miré una hormiga, era hermosa. Oía una canción que bajé de un género llamado Leftfield bass, así me quedé cinco hermosos minutos.

Tuve la suficiente concentración para poder desconcentrarme.

Continué cocinando. Serví. Continué leyendo. Continúo leyendo y ahora les escribo. Lo magnánimo de lo básico.

Toda una vida hecha de papel

Todos los jueves, sábados y domingos me llega el periódico a la casa. Religiosamente, mi mascota Yorkie, cuyo nombre es Cristo, me pide que lo saque a eso de las 6:10 am y cuando abro la puerta, me encanta ver que está ahí, explayado minuciosamente al lado del tapete que dice 502, el número del apartamento. Entonces lo saco (al perro, valga la aclaración) , hago mis labores y luego me pongo en la labor de leer.

Ya a estas alturas debemos saber que un periódico se publica todos los días, como el que me llega, El Tiempo. Hay otros que se llaman diarios, que se publican los días hábiles. Y me acuerdo de un anécdota: en una pequeña ciudad existía el cadapuedario, el cual se publicaba cada vez que se podía. Si había disposición o si había noticias. Casi nunca había ninguna de las dos.

Me gusta el papel, tanto en periódicos como en libros; creo que nunca me he metido a la página web de ningún periódico, no me interesa, creo que nunca he leído una noticia o un artículo en el computador o en el celular. Dejar internet para otras cosas. Es más, procuro no leer casi noticias, solo bandearme por el terreno de los titulares.

El papel brinda la posibilidad de sentarse con una coca cola al lado, un capuchino home-made, subrayar y lo más delicioso: hacer el crucigrama. El jueves leo la columna del coterráneo y coetáneo amigo mío Juan Esteban y no más, esa sí la leo toda. Dos titulares tal vez y ya está. Entonces se preguntarán porqué me gusta el periódico si no leo noticias. Ahí está la razón de ser de toda felicidad: por el cruci, ya lo dije (de eso ya hecho mil apologías al mejor y más culto pasatiempo del mundo), pero también por dos cosas importantísimas: los cómics y el “hace 100 años”.

Hablaré del primero. Mafalda y Calvin & Hobbes salen siempre; la ventaja que tienen ellos versus lo virtual es que puedo recortarlas y posteriormente pegarlas en la pared de mi caverna o forrarlas con cinta y hacer separadores de libros. En la edición del domingo se publican con letras más grandes que los otros días y son hermosos, vistosos, coloridos. También está Justo y Franco, Olafo, Gaturro y hay un cómic en el que siempre salen conversando los libros de una biblioteca entre sí. Precisamente en la edición de hoy salió algo sobre el orden “pandémico”: hablan los libros sobre cómo deberían organizarse, si por colores, por autores o por orden alfabético.

Además, todo siempre cae como anillo al dedo. Calvin hace una crítica al arte moderno, diciendo que él, desde su condición de niño, podría pintar algo de lo que denominan ahora arte abstracto. Estoy tan de acuerdo con él: por ahí vi unas publicaciones del MaMBo sobre arte moderno y para mí eran solo tachones, nada qué rescatar con gran parte de ese arte que llaman moderno. Olafo con su glotonería, lo amo, Mafalda con sus preguntas y Gaturro con su desorden.

Luego viene la sección de “hace 100 años”. En la edición de hoy hablan de la falta de hierro en los hombres: dicen que un señor de 30 podría portarse irritable mientras que uno de 60 podría aún verse jovial. Comerciales de multivitamínicos, de la elegancia de esa época, 1920 Vs 2020. El foxtrot Vs el drum and bass. La bella época, por decirlo así, la época en la que escribía Pío Baroja. Por último, a veces los avisos clasificados pueden estar cargados de todo el ingenio, del sal y del picante del mundo. La belleza en blanco y negro.

Luego viene la separata más esperada, las lecturas dominicales. Esa sí me la dejo para masticarla. Es la única parte que podría yo decir que puede sobrevivir en el tiempo.

Y sí, también en los periódicos hay noticias, lo menos rescatable. Ahí sí ni idea. ¿Verdad Calvin?

Y así iban surgiendo las ideas

Continué mi paso, debía viajar a otra ciudad. Ya en el episodio pasado había conversado sobre el arte de enseñar, sobre lo que debería ser un buen profesor. Sin embargo, tenía que escribir esto, siempre nacen temas, así como mueren; la necesidad de expresar lo vivido y lo sentido es mayor a la desidia de quedarme absorto ante una pantalla de televisor, ante lo fútil de una conversación forzada que no lleva a nada. Aspectos forzosos motivados por incompatibilidades.

No, es más satisfactorio el sonido de las teclas, bien sea las de la máquina de escribir o las cada vez más mudas de los teclados modernos, al beep de una notificación, al látigo diario de lo predecible.

El duende ya no estaba, estaba solamente yo. Fernando Pessoa me tiene en sus manos. Cuando leí la página 81 del libro del desasosiego, él decía que “si tenemos que dar el sentimiento, tanto vale darlo al pequeño aspecto de mi tintero como a la gran indiferencia de las estrellas”. Corroboré que un escritor es una banda de rock: tiene que darlo todo, no importa que esté haciendo una audición para tres personas o tocando para miles de almas en Knebworth, como lo hizo Oasis hace ya veinte años. Los hermanos Gallagher dándolo todo. Pero no importa el público, siempre hay que dar lo mejor.

Eso es lo bello de escribir: estaba aquí anoche al frente de una pantalla, tengo libros alrededor, me acaba de llegar a domicilio un par, uno de Virginia Woolf y otro de Mark Twain, cada uno me da alimento y sosiego. El libro del desasosiego de Pessoa me da sosiego, paradójicamente. Y como decía, escribo con toda el alma, ese es el proceso que amo. Puede ser que luego esto lo lea una sola persona, o muchas. Nunca lo sabré, pero eso ya no depende de mí. Lo que dependía de mí, el proceso, ya quedó hecho, y es donde uno goza más. 

Si lo lee una sola persona y sonríe, ya quedó hecha la labor. Brindar alimento a una sola alma es el objetivo. Sonreír y quedarme en silencio luego de haber terminado, avanzar con mis cuentos de Chimamanda Ngozi Adichie, que los tengo rezagados. Revisar, prepararme un tinto, siempre vestirme bien, darle el esperado click de enviar, hasta ahí tuve que ver, lo que ocurra luego ya no es mío.

Ya esta escritura no es mía. Es de ustedes. Mi alma va hacia allá.

Unas dudas que fueron surgiendo

Continué caminando pero debía apurar el paso, ya que tenía clase. Saqué de mi maleta una patineta clásica, con la cual podía rodar unos cuantos metros a medida que la impulsaba con el pie derecho; siempre había querido tenerla, con ella podía hacer ejercicio sin usar sudadera; nada justifica su usanza, nunca luce bien. Con la patineta podía seguir usando mis atavíos de gentil-hombre, mis hoodies y mi trench coat. Iba apurado y me encontré nuevamente al duende, ahora veinticinco años más joven. Yo estaba en segundo semestre, pleno 1998 y mi amigo duende, con menos arrugas y más altura, salía bastante ofuscado de clase.

-¿Qué te ocurre, amigo? ¿desayunaste con alacranes?- le pregunté.

-Es que acabo de presentar mi primer parcial. Es difícil estudiar esta carrera. Resulta que me fue mal y el profesor dijo mi nota en clase, en frente de todo el mundo, e hizo una broma. Claro, no mencionó mi nombre. Dijo que siguieran estudiando para el segundo parcial so pena de sacarse este exabrupto y dijo mi nota, tres cuatro.

-Pero, ¿cómo así? ¿tres cuatro no es bueno?

-No, recuerda que aquí califican sobre cien, y sacarse tres es como sacarse cero. Créeme, me sentí muy mal. Además la gente va a la clase con miedo y con aburrimiento, eso te cuento, le tienen jartera al profesor- me dijo el amigo duende. Yo no podía demorarme mucho porque debía ir a sacar el carnet para luego coger bus hacia una fiesta que había en esa época. Venía en exclusiva a la capital una discoteca muy famosa de Londres: Ministry of Sound, Era una de las primeras fiestas en Bogotá de un género cada vez más famoso en el mundo: el trance, la música electrónica en general, llevada a un nivel profesional.

-Mira, si quieres hablamos luego. Pero ven, no entiendo, lo fructífero de una clase no debería ser medido por lo difícil que es sino por la satisfacción y recuerdos que deja, ¿no? pues digo, así debería ser; oye duendecito, ven, a propósito, préstame porfa ese CD de Global Underground que compraste ahí en Cardona Hermanos- le dije.

No lo volví a ver. Qué manía la de este muchacho para escabullirse siempre. Abrí mi maleta y ahí estaba el CD, el Global Underground Sasha San Francisco. Qué obra de arte, creo que es el mejor CD de la historia. Me quedé pensando en lo que le ocurrió a mi Doppelgänger, porqué sufría.

Continué estudiando economía y decía para mis adentros: “bacano dar clase algún día”. Pero bueno, debía irme a ver a Ministry of Sound y su primera fiesta oficialmente electrónica en la historia de Colombia. No sé, tenía la duda de pintarme o no el pelo de verde.

El auto-pícnic y un nuevo mix

Estaba ahí acostado, en el pasto del Museo Nacional. Hacía un poco de sol a medio día, por lo cual debía usar mis gafas oscuras; decidí también ponerme un buso en la cabeza para cubrirme del sol. Estaba oyendo a Dr Motte y una compilación de drum and bass que acababa de descargar. Estaba haciendo uno de mis planes favoritos, el auto-pícnic, neologismo acuñado por mi persona para referirme a la posibilidad y alegría de acostarme en el pasto, con algo de comer, algo de dulce, de sal, un rico té helado, con un libro, pero también con un cuaderno y un lapicero. Para subrayar, para comentar, para realizar esa indispensable labor de introspección ahí, yo solo, al lado del Museo Nacional. Qué delicia. Un confinamiento voluntario y al exterior.

La comida es lo de menos, pero si quieren completar el cuadro en su mente, había pedido para llevar una hamburguesa de lentejas de Home Burger, tenía bolsitas de mostaza, un Hatsu blanco y un bocadillo. Había chaquetas con capuchas que hacían la labor de mantel. Dandismo en el año 2020. Oscar Wilde seguro lo haría.

De repente apareció un pequeño personaje y me habló. Me saludó. Me preguntó porqué yo leía tanto si en últimas luego no me iba a acordar de nada. Es más, me zanjó inmediatamente una pregunta: “¿cómo se desarrolló tal diálogo en tal libro de Isabel Allende?”, “¿cómo se desarrolla Historia de Dos ciudades?”, “¿Cómo describirías el segundo capítulo del Libro del desasosiego?”. A todo le respondí que no tenía ni idea y también le respondí que no me importaba. Luego yo le lancé una contrapregunta, apresurándome porque este duendecillo de zapatos Vans y orejas largas me estaba robando las papas. Le dije “¿recuerdas cómo fue tu fiesta de la primera comunión? ¿qué ropa llevaba tu tío y qué comieron exactamente? ¿recuerdas qué hicieron exactamente luego de almorzar?”. El duende se quedó callado, mientras seguía cogiendo descaradamente mis patatas (digo patatas para creerme más cosmopolita). Le pegué en la mano para que no cogiera más.

Él me respondió que no, que no se acordaba de nada. Le pregunté: “¿pero recuerdas que la pasaste delicioso verdad?”. Él me dijo: “sí, de hecho yo lloré porque recuerdo, no sé, que mi tía me dijo algo lindo, ese día fui muy feliz”. El duende era verde y ese recuerdo le generó una tonalidad más oscura. Verde pasto.

“Perfecto, mi querido duendecito, no importa que no te acuerdes de los detalles, lo que importa es que recuerdes que gozaste. Puede ser que yo no me acuerde de muchas cosas de los libros, es natural, pero recuerdo que ese día gocé mucho. Recuerdo que por aquí cerca, en un sitio que venden pasteles, por aquí cerca a estas pendientes de La Macarena, por ahí terminé un libro llamado “Tú que deliras”. Recuerdo perfectamente que ese día fui muy feliz. Tal vez no me acuerde de la trama. ¿Me entiendes duendecillo?” cuando miré ya no había nadie, no estaba él, se había ido, era una especie de alter ego que se me había postrado en esta dimensión corpórea. Como decía Pessoa, un heterónomo. Un Doppelgänger.

Tampoco estaba mi porción de papas lastimosamente. Me dejó una nota: “Gracias, esa era precisamente lo que quería escuchar. El mundo es de sensaciones, es cerrar los ojos; a veces vale más sentir que conversar. A propósito, quiero que oigas esta mezcla que hice, con lo mejor de la música bajo mi criterio en este momento. Óyela”. Qué bello ese duendecillo. Les dejo la mezcla para que la oigan. Sí, la música y la literatura en últimas pueden con todo y contra todo.

Visiones sobre LA HUMANIDAD y sobre los promedios

Charles Schultz, el creador de Snoopy, esa tira cómica que aún sigo leyendo cuando me llega el periódico del sábado y del domingo, decía lo siguiente: “Amo a la Humanidad; a quien no soporto es a la gente”. Por otro lado, Marcel Proust, al final de su majestuosa obra “El tiempo recobrado” (la última de la serie de “En busca del tiempo perdido”), que por fin terminé hace un par de días, escribía: “si llegara a disponer de bastante tiempo para realizar mi obra, no dejaría de describir en primer lugar a los hombres”, como queriendo decir que en últimas, para bien o para mal, siempre será el ser humano el fin último de inspiración. ¿Hacia qué bando estás tú? Claramente los extremos son malos, pero también los extremos sirven, así como sirven los límites en las matemáticas cuando una variable tiende hacia un valor determinado. Sirve conocer el límite para imaginar qué hay después de él.

Somos lo que somos gracias a la Humanidad, vista esta como el conjunto, a lo largo del tiempo, de todos los seres humanos, cada uno haciendo su pequeño aporte. Unos con la penicilina, unos desarrollando el transistor, unos creando música concreta, unos creando recetas japonesas, unos en New Orleans experimentando con algo llamado Jazz; Todo eso genera una amalgama deliciosa: la humanidad. Si les puedo escribir esto es gracias a los aportes que ha hecho la Humanidad: quien inventó la luz, el Word, el WordPress y quien inventó el house que suena de fondo.

Pero ya que traje a colación las matemáticas, tenemos que darnos cuenta que en una muestra de la población, o en la población misma, se sacan promedios. Consiste en dividir todos los datos disímiles entre el número de habitantes. Por eso decimos que, en promedio, en Colombia se consumen, me estoy inventando, 3 alitas de pollo por persona al mes. Habrá gente que no consume nada porque son vegetarianos o veganos y habrá gente que, viendo un partido de los Lakers, se zampa tres porciones ininterrumpidas acompañado de una cerveza rubia y de una rubia. Redondeo mi idea: en ese promedio de 3 alitas están los que comen 0 alitas y los que comen 20. Ahí la generalización presenta un sesgo.

Lo mismo ocurre con la frase del creador de Carlitos. La humanidad es hermosa pero también, al sacar el promedio, hay gente de todo tipo: gente que comete crímenes, gente que trata mal o habla mal de la esposa, gente que clava puñaladas en el trabajo o en un partido de fútbol para sobresalir, gente que no estudia y pasa por pasar, gente que da malos consejos bajo su calidad de líder, gente que roba a quien tiene o a quien no tiene (conceptualmente es lo mismo pero en la práctica es tan diferente). Gente que escribe delicioso como María Dueñas y gente chismosa que mira el error ajeno; Gente talentosa en las guitarras, brindando felicidad, y gente insidiosa. Gente que ve lo bueno en los demás y gente que ve lo malo para ahí entrar. Gente que escribe y gente que solo bosteza. Gente que enseña y gente que desinforma. Como dice Pessoa, en su Libro del Desasosiego, la inadaptabilidad a la realidad vulgar. De ahí el éxito de los promedios y de la estadística, más no necesariamente su funcionalidad.

La Humanidad es tan solo un promedio: aún no sé si aritmético o ponderado.