El mundo de ayer

Hace unos cuantos días acabé de leer El Mundo de Ayer, novela autobiográfica escrita por Stefan Zweig. Este gran escritor, quien nació en 1881 y se suicidó en 1942, era un judío, nacido en Viena, diletante total de las letras, del conocimiento, y este libro representa todo lo que él vivió desde que era joven hasta que estalló la Segunda Guerra Mundial. De plano ya intuimos todo lo que sufrió al ir viendo el desmoronamiento de esa Europa tranquila y culta que vio en su juventud. Esa Europa en la que era usual debatir ideas sin miedo a la ignominia, en la cual florecía arte en todas las esquinas, ese continente lleno de ópera, esa ciudad (más exactamente) donde paseaba por la calle Beethoven y donde, como él escribía, “una pobre viejecita se nos antojaba un ser sobrenatural, solo porque era bisnieta de Franz Schubert”. Qué belleza, qué sobrecogedoras todas sus páginas, además sin capítulos, sin hojarasca, sin excesos. Literatura puntual y exacta, todo lo contrario del libro “La Autopista Lincoln”, que también voy leyendo, este sí enmarcado dentro de la excesiva narrativa, con demasiados espacios y diálogos innecesarios (hasta ahora, apenas voy por la mitad).

Volvamos a El Mundo de ayer: como decía, era todo tranquilo, su sitio de reunión era el Café Vienés, había una constante emulación de sensaciones. Este señor empieza a frecuentar bibliotecas, empieza a fascinarse por los libros ingleses, franceses, rusos, lee a Dostoievski, a Balzac, y al ver tanta riqueza decide irse a descubrir su propia visión del mundo. Describe a la perfección la sociedad francesa, también la sociedad inglesa, la idiosincrasia alemana, aparentemente similares pero, bajo su juicio, bastante disímiles.

Él va narrando todo con una maestría excepcional. Luego, estando tranquilo en Baden, recibe, a viva voz por alguien en la calle, la noticia del asesinato de Franz Ferdinand en Sarajevo en 1914, evento que desencadenaría el surgimiento de la I Guerra Mundial. Franz Ferdinand, o Francisco Fernando de Austria, era el heredero del Imperio Austrohúngaro, entonces al asesinarlo empieza todo a resquebrajarse. Stefan Zweig narra todo, va contando cómo todo va cambiando y bueno, es obvio manifestarles que aquí simplemente hay un porcentaje mínimo de todo lo hermoso de sus letras.

Más que los hechos, importa mucho las opiniones que de ahí extraje. Stefan consideraba que, entre más amigo de alguien, entre más admiraba a alguien, en cierta forma más se alejaba, ya que cuanto más estimaba a alguien, tanto más respetaba su tiempo. Qué belleza. Además, él siempre fijaba un límite a toda cordialidad particular. ¿para qué adular? ¿para qué figurar? El tiempo para sí es muy valioso, para qué llenarlo de ruido.

En muchas profesiones importa el afán. El cumplir objetivos, el siempre estar a la vanguardia, el correr. Zweig decía que la literatura es una profesión hermosa, porque para ella la prisa resulta superflua. Todo era hermoso antes de la Guerra, el cielo refulgía en Berlín, en todos lados. Una sola llamada, una orden, mandaría todo al traste.

Una libertad interior sin jactancia, eso es lo que lo definía. Me llamó mucho la atención una frase que él dijo a la luz del asesinato de Franz Ferdinand, algo que él dijo en pleno alboroto, nadie sabía qué iba a pasar: “¡Tonterías! que me cuelguen de este farol si los alemanes marchan sobre Bélgica”. Luego un par de líneas más abajo escribió: “Hoy debo agradecer a mis amigos belgas que más tarde no me hayan exigido el cumplimento de mi palabra”. Este comentario refleja todo: nadie, nadie imaginaba que Alemania invadiría, nadie en los corrillos de los cafés, en plenas calles , veía posible el advenimiento de una guerra. Y solo estoy hablando de la primera. Imaginen no más todo lo que vendría después.

Era insensata una posibilidad bélica.

Dan ganas de llorar ante tantos hechos que vendrían después. Acaba la Primera Guerra, sigue la posguerra, siguen los locos años 20s, sigue el surgimiento del nacional socialismo, sigue luego todo su destierro. Zweig termina yendo a Brasil, impresionado por esa bella energía que emanaba de una no contaminada América del Sur, había visitado Argentina también. Y bueno, en Petrópolis, Brasil, fallece.

Leí muchas cosas bellas. Contaba que la gente se invitaba mutuamente a fiestas de smoking y frac, sin sospechar que pronto vestirían el uniforme de presos de los campos de concentración.

“Pero cualquier sombra es, en última instancia, sin embargo, hija también de la luz. Y sólo el que ha experimentado eventos claros y oscuros, la guerra y la paz, el ascenso y el descenso, sólo ese ha vivido en verdad”.

Así termina. No hay nada más qué decir.