ANIVERSARIO DE TRONOS

Tenía una gran empresa a mis espaldas, casi una utopía, una gran misión autoimpuesta: verme una de las series más famosas de los últimos tiempos. ¿A cuál me refiero? Naturalmente Game of Thrones. Suena bastante raro desatrasarse de algo luego de tanto tiempo, en primer lugar por lo caduco que cualquier comentario puede volverse pero también porque cada día, diría yo que cada minuto, salen nuevas películas, nuevas series, varios documentales y por simple matemática va aumentando la variedad mientras disminuye el tiempo disponible. El reloj de arena.

Era curioso e inevitable ver algún tuit por ahí o algún titular de youtube en el que alguien se quejaba por el famoso final o cualquier otro tipo de spoiler sobre algún personaje. Difícil no darse cuenta, me iba enterando yo sobre los dos bandos: los que decían que el final era magnánimo y los que lo pisotearon con ahínco. Ya sabía yo que se venía algo raro, había visto un par de críticas pero en síntesis seguí navengando mi vida de aficiones sin documentarme. Empecé y las tres temporadas iniciales, hace ya algo más de un año, pasaron sin ton ni son. Continué con calma, mientras veía muchas películas más, mientras también me desatrasaba (y ahí me sigo destrasando) de Servant, otra serie impresionante.

Iba transitando por la carretera de Game of Thrones mientras me cruzaba con libros, películas y otras series por el camino. Hacía pausas, olvidaba, retomaba, así como debe ser. Me quedaba complicado hacer maratón: estoy seguro que si, por lo menos en mi caso, me veo 9 horas de algo, al final quedaré saturado y no lo disfrutaré, más bien si dispusiera de mucho tiempo y decidiera ponerme a utilizar ese tiempo SOLO a ver algo, cosa que no creo que ocurra nunca, más bien me vería un par de capítulos y luego vería otra obra y luego otra. En fin. El tiempo corría y el interés, tal como un amigo me vaticinó, empezó a ir en crescendo. Estaba yo en un gran crescendo. Las puertas se me empezaron a abrir y con ellas los paréntesis, los interrogantes. Lo estrepitosamente achispado.

Como quien va corriendo y ve que poco a poco se empieza a ver la meta y por lo tanto empieza a acelerar el paso, así me ocurrió a mi. Ya en la sexta me empecé a enloquecer, vino la séptima y ahí sí la octava temporada empezó a generar tal chispa, tal embriaguez que no podía sino pensar en qué iba a ocurrir. Desayunaba Bon Yurt con Targaryen y cenaba Starks con arroz. Nada de spoilers, solo disfrutaba y me dejaba llevar. Compartía bobadas por ahí en redes y había gente que me iba respondiendo cosas como “dale, continúa, no te vas a arrepentir”. Me daban espaldarazos.

Había algo en contra: muchas veces veo series en la calle, en el Transmilenio, en buses, no sé. Esta vez, y más puntualmente en el famosísimo, el célebre capítulo de La Noche Larga, todo es muy oscuro, así que cualquier atisbo de imagen en la pantalla era imposible, todo se veía absolutamente negro. Ese inconveniente generaba retrasos en el cronograma de mi utopía, ya que solo era posible adelantar procesos en el televisor.

El 19 de mayo de 2023 me vi el último capítulo. Había nostalgia, probablemente tuercas que uno hubiera querido apretar de forma diferente, es que con algo tan largo y con tantas aristas era imposible que toda la gente estuviera conforme. Imaginen si no. Uff, la había acabado, había gente descreída que no imaginó que fuera a acabar. De hecho yo no puedo dejar nada inacabado: así no me guste, tengo que permanecer al final, se me hace inconcebible por ejemplo leer 70 hojas de un libro y si no me gusta dejarlo tirado. No puedo, siempre puede pasar que al final esté la luz, no más acuérdense de El Amante Japonés de Isabel Allende, donde la escritora en las últimas dos hojas nos da una bofetada, esas bofetadas certeras y fulminantes que cambian o explican el final por completo. No, en el arte y en el fútbol hay que quedarse hasta el final, hasta el último pitazo.

Bueno, ya había acabado el 19 de mayo, como les digo. Me metí a redes sociales, busqué algún meme o algún post relacionado para compartir mi felicidad, alguna foto, qué sé yo, y voy viendo a mucha gente feliz rememorando eventos: resulta que ese día pero exactamente cuatro años antes, EXACTAMENTE cuatro años, habían estrenado el final. No lo planeé, yo no lo planeé señoritos. Absolutas coincidencias: imagino hace 4 años los fans mirando el “Series finale” con alitas, birras, tabacos, coca cola, risas y recochas. Imagino la locura, además en redes, blogs y noticieros se gestaba todo tipo de comentarios, polémicas, entrevistas e intrigas.

Bueno, todo eso lo viví solo, todas esas especulaciones, peleas, vetos y expectativas las viví en mi mente, recorrí el camino solo. Como un lobo huargo en plena estepa de Invernalia, llegué. Coroné. Exactamente 4 años después.

Turbamulta de libros en el Transmi

A las 5 de la tarde me monté en la ruta B98 hacia el centro de la ciudad. El clima estaba un poco frío, había viento y ya poco a poco iba oscureciendo, ya la tarde iba entregándole la posta a la noche. No había asientos disponibles así que me tocó ir de pie. Me recosté un poco sobre una puerta y de ahí pude ver todo el horizonte de personas: todos estaban callados y atentos leyendo libros. Nadie hablaba. Cada quien estaba absorto en su lectura, cada quien con su propio estilo, gente joven, adultos, ancianos: todos iban nutriéndose de su propio universo que tenían ahí, en ese conjunto de hojas de papel entre sus manos. Ocurría algo curioso: cada minuto y medio los lectores cambiaban de página sincrónicamente, como robots. Era muy chistoso porque todos se movían a la vez, así como el público que asiste a ver un partido de tenis. Izquierda, derecha y cambio de página; izquierda, derecha y cambio de página. Me llamó todo la atención, era muy apacible el ambiente. “Qué civilizados se han vuelto”, dije para mis adentros.

Esa sincronía duró unos pocos minutos más. De un momento a otro, un adulto empezó a reír a carcajadas, estrepitosamente, con un tipo de risa aguda, casi ahogándose el pobre, todo rojo, todos podrán imaginar esa risotada de un adulto robusto de unos 60 años, una risa que inefablemente termina en tos. El señor no podía parar de reír, claramente quise chismosear qué estaría leyendo; pues se trataba de Los papeles póstumos del club Pickwick, de Charles Dickens. En ese momento, una señora de unos setenta años, atildada, de pelo blanco y corto, delgada, frágil, malgeniada y seguramente ortodoxa en sus pensares políticos se volteó hacia él, obligándolo a callarse. “Señor, está interrumpiendo mi lectura, estoy en un momento cumbre y su risotada me incomoda bastante”. La señora andaba leyendo una novela de Agatha Christie. “Discúlpeme señora, pero bueno, quién la manda a andar picándoselas de policía, resolviendo casos y crímenes, déjeme disfrutar de mis chabacanes ingleses”, respondió el sesentón, bajándose bastante molesto en la próxima parada de la calle 85. “Eh, es que ahora nadie puede leer en paz”.

“Señor, no sea grosero, usted puede leer en paz. Lo que no puede es reír en paz, menos con ese aire y peor con esa camisa tan fea” le respondió la señora.

Todos continuaron leyendo, tratando de retomar su curso, cada quien en lo suyo. Una millenial de cejas gruesas lloraba y limpiaba sus lágrimas con la manga de su cardigan Zara mientras leía Paula, de Isabel Allende. Estaba llena de sentimientos, pero ¿quién podría decirle algo? Quien llora en silencio no le hace daño a nadie, una lágrima callada es inofensiva. El equilibrio se retomó, pero pronto vendría una parada en una estación bastante concurrida: la del Estadio El Campín. Aparentemente había un partido amistoso y muchos hinchas de ambos bandos habían asistido a ver a su Millonarios y a su Santafecito lindo. Rojos versus azules. Y ya sabemos que ningún partido, en ningún lugar del mundo, será amistoso así sea supuestamente amistoso. Paró el articulado y se montaron decenas de personas desarticuladas de manera intempestiva. Cada uno iba con su libro abierto, ya que precisamente por el afán y el gusto de leer iban leyendo mientras el bus llegaba. Parece ser, según me cuentan, que algún hincha furibundo que estaba de afán empujó a varios jayanes, esto hizo que los demás empujaran y todo se volvió un caos. Como en concierto de rock, Transmi era una fiesta o más bien un pogo. Unos cayeron al piso al igual que sus libros, otros gritaban pero incluso hubo unos que no decían nada, precisamente por estar tan absortos en sus lecturas.

Cuando el bus cerró sus puertas para continuar su paso, la gente se empezó a enderezar nuevamente y las lecturas continuaron. De un momento a otro un adolescente, quien iba leyendo Satanás de Mario Mendoza, lanzó el grito en el cielo: “!Qué es esto! alguien me cambió mi libro, maldita sea, aquí en esta hoja dice algo de Aureliano Buendía, este libro no es mío”. Claro, probablemente en esa turbamulta la gente se había confundido.

Un viejo despistado, de cráneo oblongo y pelos en la nariz iba leyendo Autopista Lincoln, de Amor Towles, un hermoso viaje que hacen 4 amigos por dicha autopista, la Lincoln, una gran vía que recorre Estados Unidos de este a oeste. Antes de la estampida él iba leyendo las vicisitudes de Emmett, un protagonista, cuando de un momento a otro se vio inmiscuido en una disertación de lord Henry Wotton sobre la sociedad londinense. Ni cayó en cuenta del error. En este caso la turbamulta, o más bien el destino, le cambió el libro y le puso en sus manos El retrato de Dorian Gray. “Vaya historia tan chistosa, pasó de Estados Unidos a Inglaterra en un momentico, jiji” y siguió leyendo.

Al costado izquierdo, bien atrás, había una señora de unos cuarenta años. Ella iba leyendo a Pilar Quintana, por todo este meollo alguien se lo arrebató y a su vez le cayó en sus manos Ulises de James Joyce. Inicialmente no se había dado cuenta y empezó a leer, lo abrió al final indistintamente, leyó ese monólogo interior sin puntuación de la esposa del protagonista, Moly Bloom, la señora cayó en cuenta del error, empezó a percatarse, estaba de mal genio, estaba con hambre y por el encierro, quién sabe, vaya que empieza a transformarse y crece dentro de sí un sentimiento de cólera y desespero. Además va viendo que a unos metros una quinceañera empezó a leer su libro, el de Pilar Quintana, le había llegado por azar su libro, vaya turbamulta y ese egoísmo de no querer compartir su lectura con nadie más, todo junto, la agita y se va lanza en ristre contra la pobre niña y la empieza a mechonear. “¡Oiga, ¿Quién le dio derecho a coger mi libro? atrevida, china tonta¡”.

En este momento mientras esta señora mechoneaba a la pobre quinceañera, se generaron eventos simliares. Reacción en cadena que llaman. Un punketo le pegó un cabezazo a un pobre flacucho de barbita de 4 días, ya que su mamotreto de Juego de Tronos, versión especial, una versión de tapa dura que venía casi que con espada y escudo que él había comprado en Alemania, ese súper libro se le había perdido y lo andaba leyendo este flaco. El pobre flaco, un soñador empedernido, con camiseta del Boca Juniors, con pelito para abajo así como los Beatles, un pobre flaco más inofensivo que el agua, un man de ojos caídos se enganchó feliz leyendo las intrigas de las familias Stark y Targaryen, entre otras. La intolerancia se había apoderado del lugar. El agreste punketo recuperó su libro y pisoteó el que le había caído providencialmente por la turbamulta: uno de Paulo Coelho.

Luego vino la alevosía, la crítica hacia lo que el otro leía, la envidia, el afán. La intolerancia, como siempre. Todo sucumbió. Se hizo de noche y entre codazos y empujones logré llegar a mi destino. Empecé a caminar un par de cuadras hacia mi hogar y en ese trayecto metí la mano a la maleta para sacar un libro de ensayos de Stefan Zweig. No lo encontré, pero a cambio de lo mágico de Zweig, por efecto de la turbamulta, el destino me había puesto otro. Ya no importa decir cuál era. La literatura se había vuelto algo subversivo.