Transportes, sudor y percances

Hace un par de días vi un fenomenal documental de Agnès Varda. Pero fenomenal es en verdad fenomenal. Ella, Agnès, era una directora de cine francesa, gran representativa de la Nouvelle Vague, o también La Ola Francesa, ese cine delicioso, puro, gracioso y coqueto de los años 60s. Pues bien, entre joyas que ella tiene como “Cléo de 5 à 7″, una película en la que muestran lo que Cleo hace literalmente entre las 5 y las 7pm, entre mil joyas, entre mil cosas con las cuales me maravillo, vi el documental que les menciono, llamado “Du côté de la côte” (“En el lado de la costa”). Es un documental de unos 25 minutos sobre la Costa Azul, hecho en 1958. La directora, junto con otro señor, van narrando sus vivencias sobre los diferentes lugares, qué famosos vivieron por ahí, cómo eran los veranos, y demás.

Como si ya fuera suficiente y no me pudiera maravillar más, así como en el momento en el que mencionan a Colette y cuentan que en esa Riviera francesa ella escribió “El nacer del día” en 1928, la narradora va lanzando algo que lo viví en mi cabeza. Resulta que el viaje de Calais a Niza en el siglo XVIII duraba 16 días en diligencia. ¡16 días! averigüé y hoy se puede realizar en 11 horas 33 minutos por carro. Sigo pensando, 16 días. Dicen que hacía más de cien paradas, de las cuales la llegada a Cannes, destino turístico por excelencia, era la número 107. Solo imaginémonos el calor, las incomodidades y los olores que podrían percibirse durante esos días. Lo más curioso de todo es que , claro, cuando ya se podía viajar de esa manera en esa época, pues ese viaje representaba la gran novedad, esas diligencias eran los Tesla del siglo XVIII.

Por otro lado, hace unos años estuve en el museo Roosevelt. Es una bella casa de campo, en el Estado de Nueva York, a unas dos horas de New York City. El gran Franklin Delano Roosevelt pasaba varias temporadas allá, allá se reunía con diplomáticos, presidentes, gente de todo tipo, en una casa super lejana y con una poliomielitis que le iba aumentando. La guía del lugar nos contaba que él, a medida que su inmovilidad de las piernas aumentaba, hacía todo lo posible para caminar, para no dejarse vencer. Asimismo, salía mucho, planeaba viajes. Mientras ella hablaba yo me preguntaba: “¿Cuán complicado podría ser para él, en esa época, años 30, 40, además con ese calor tan bravo, transportarse?”. Vuelve y juega lo difícil que era en esos tiempos.

Luego, hace unos meses, oía por ahí la historia de un presidente colombiano, a finales del siglo XVIII y principios del XIX, llamado Manuel Antonio Sanclemente. Estaba ya tan achacoso que no gobernaba en Bogotá sino en Villeta, por razones de salud y de altura. Tal parece que él era de Buga y se transportaba así, entre ciudades de clima caliente, sin pasar temporadas en terrenos de alta presión atmosférica. Me preguntaba nuevamente: “¿Cómo hacía para transportarse, para cuadrar su tema de salud en medio de las montañas, una varada, un problema estomacal? Mi tema recurrente son los calores, cómo sorteaban en dichos medios de transporte ahora tan incómodos, tan inamenos, tan, qué sé yo, dolorosos. Los olores, no sé, siempre pienso en los baños, los olores, el sudor, las maletas, los imprevistos.

Por último, como dicen por ahí “last but no least” (de último pero no menos importante) recuerdo siempre una serie que me encantó, llamada THE GREAT, sobre Catalina la Grande en Rusia. Recuerdo un diálogo en el que ella va hablando, con sus vestidos hermosos, su boato, su pompa, su excesivo lujo y maquillaje por las estepas rusas, y le dice a su esposo Pedro, con un aire irremediablemente arrogante y triunfalista, mientras se toma un vodka: “Oye, qué comodidad esta carroza, no puedo creer cómo la gente sigue andando a caballo”.

Solo sonrío e imagino.

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