OJO : ALERTA DE SUPLANTACIÓN DE IDENTIDADES

Debo confesar que he hecho esto: suplantar identidades. Pero un momento, antes de hacer la comedida labor de denunciar ante el organismo de control respectivo, permítanme unos cuantos minutos mientras voy arguyendo (me encanta decir eso, “arguyendo”) mi defensa. Mientras me explico. Permítanme estos minutos de libertad.

Creo que dentro de mi ser habita un actor, no sé si de novela, de película, dramaturgo, de teatro, de cómics, de Anime, de todos a la vez. No sé, el hecho es que me gusta imaginarme que soy otra persona. Yo soy de los que muy internamente cuando salen de cine se cree el personaje. Cuando salí de verme Avengers yo en verdad creía que era Thor, esa vez íbamos en carro y cuando saqué de mi bolsillo las llaves para accionar el seguro de la puerta, yo de verdad creía que tenía el martillo (el famoso Mjölnir). Miré mi escaso pelo largo y en verdad creía tener la melena de Thor, en su guapa versión de Chris Hemsworth. Una vez cuando fui a verme la 3ª parte de Twilight, la de los vampiros, que se llama Eclipse, recuerdo que fui yo solo un domingo a las 10pm a cine. Al salir yo me creía Robert Pattinson, o Kristen Stewart, no sé bien, y quería morder a alguien en la nuca. A veces cuando veo una película de drama, salgo haciendo cara de tragedia y con las manos en los bolsillos.

Acuérdense que yo soy de Popayán, entonces yo una vez fui carguero en la Procesión chiquita. Para quienes no sepan a qué me refiero y les suene esto a idioma cantonés, pues básicamente como a las 10 años participé en las tradiciones religiosas de Semana Santa, cargando unas imágenes de santos en un desfile muy bello que se llama Procesión. Estos pasos de niños no son pesados, a diferencia de los de los adultos. Pues sí, cuando yo cargué recuerdo que yo hacía cara de tragedia como si en verdad yo fuera el mismísimo Jesús cargando la pesada cruz. Me estoy confesando.

Sin embargo, en la vida diaria, cuando me dan ganas de hablar, cometo esta labor de suplantación de identidad y qué mejor que con los conductores de transporte, bien sea taxi, Uber o alguno más. Siempre que por ejemplo se dan las cosas, el conductor está conversador y yo también, se producen estos milagros. Recuerdo la otra vez que un taxista me recogió de una universidad y me llevó a la casa. En el entretanto llovió horrible y el señor me preguntó qué hacía. Sin ánimo de hablar de desconfianzas o de temores sobre inseguridad, no sé porqué se me ocurrió decirle que yo era estudiante de biología. Entonces ahí me regué a hablar de botánica y de una tesis que estaba haciendo. Al final me despedí, él me deseó suerte en la tesis y todo bien.

La otra vez recuerdo que estaba en algo en Corferias, pedí un taxi y a la señora conductora, cuando me preguntó, le dije que yo trabajaba ahí en la parte administrativa y que debía hacer unas diligencias; ella hasta resultó diciéndome que tenía una prima que también trabajaba ahí. “seguro , seguro que la conozco, me suena” le respondía yo.

En mi libro “Osías y Laura”, valga la pequeña publicidad, también juego con las identidades. Hay un “otro yo” que es niña, otro alter ego que es un DJ y así sucesivamente. ¿Porqué si existen varias personalidades tenemos que quedarnos con una sola? Creo que el nivel máximo de la prolificidad del ser humano sería el adecuado desarrollo de sus personalidades múltiples.

Y si, la mente contiene sinfín de posibilidades. Las identidades también. Esto no lo escribí yo, sino un señor llamado Georgen Rüzen, un nativo de la isla de Pascua de 80 años que vive de la agricultura y que es amigo de las gigantes estatuas Moai.

Pensándolo bien, por favor no me denuncien. Solo léanlo y disfruten.

Qué gran sacrificio…..

En estos días fui a la biblioteca de mi Javeriana y saqué un libro prestado. Bueno, de hecho saqué dos, y en verdad me hacía mucha falta ese espacio. En todos los lugares y ámbitos sociales tácitamente se pide o se recomienda que la gente hable, menos en las bibliotecas: ahí precisamente se le pide a la gente que no hable, que se quede callada. Decirle a alguien que no hable: eso ya de por sí es maravilloso. Nada más revolucionario y disruptivo. Siempre que estoy en una biblioteca me acuerdo de cuando estuve en Berlín: caminaba yo por la puerta de Brandenburgo y me encontré un bello sitio, el “Raum der Stille”, la sala del silencio. Es un pequeño cuarto en el que se le rinde homenaje a las víctimas de la Guerra. Uno entra ahí y sí, todo es absolutamente silencioso. Cada vez que oigo o leo algo relativo al silencio, se me viene a la mente ese pequeño y acogedor lugar. Bueno, lo que les contaba es que saqué dos libros. Uno fue “Nana” de Emile Zola, el cual deberé renovar porque no he avanzado. El segundo libro que saqué me dejó literalmente sin palabras: “Memorias de un loco” de Gustave Flaubert. Es decir, ya había leído 3 libros de él, en verdad es uno de los escritores que más amo, luego me enteré de que estas memorias fueron escritas en 1838 cuando él tenía apenas 17 años, era un abrebocas de todo lo que vendría después. El abrebocas para su obra magna “La educación sentimental” (sí, más que Madame Bovary en mi opinión). El título es provocador, polémico y plantea varias consideraciones existencialistas. Como se puede ver, son memorias, no es una novela, cosa diferente a otro que leí a la par, que les recomiendo: “Marina”, el bello libro de la Barcelona de los años 20 escrito por Carlos Ruiz. ¿Será que él es de los mismos Ruiz que yo? Vayan y busquen esta bella novela, no podía callarlo. Respecto a las memorias de un loco, apunté varias cosas como las siguientes: “Lo que gané en vanidad y descaro lo perdí en inocencia y candor”. O esta joya: “De niño, me gustaba todo lo que puede verse; de adolescente, lo que puede sentirse; de adulto, ya no me gusta nada”. Ay Flaubert, es políticamente correcto decirte que estoy de acuerdo contigo, me toca decir que no, además ya he generado polémica por eso; pero lo que sí es incontrovertible es que escribes hermoso. Cuando saqué el libro todo empezó impecable, el proceso de leerlo era muy bacano, sin embargo empecé a sentir algo de ansiedad, ya que como el libro no era mío, pues no podía rayarlo. No podía subrayar, dibujar muñequitas en las esquinas, no podía escarcharlos ni forrarlos, no podía pintar con mis colores algún título, no me resultaba permitido pegarle stickers de LOL o de Marvel, qué tortura. En verdad el tener este libro tan hermoso y no poderlo intervenir equivalía a tener una torta de maracuyá y no poderla saborear. Fue un gran sacrificio para la humanidad, nada podía ser perfecto. Y aquí va la conclusión de la historia: ir a la biblioteca es lo más delicioso, que toque no hablar es más delicioso, que me presten libros también lo es (es más, hoy saqué otros más incluido uno de la historia de la literatura). Pero no poderlos besar, echarles mi loción de Jean Paul Gaultier “Beau” que me aplico para mí, no poderlos pintar pues es algo que genera en mi un grado importante de ansiedad e impotencia. Lo bueno es que todo quedó escrito en mi cuaderno. La angustia ante lo hermoso.
Y sí, la vida sigue y la literatura le sigue ganando a todo. La convivencia con los libros, así no se puedan pintar, sigue siendo más sublime que la convivencia con el homo sapiens.

Fabricando coincidencias con Sylvia Plath

Durante las últimas semanas, mi vida literaria, que es mi vida entera misma, la podría resumir en una sola palabra: coincidencias. Recordemos que las coincidencias existen pero también las fabricamos, las vamos moldeando y eso es una delicia. Fabricar coincidencias.

Vengan les cuento: Todo en la vida va llegando en su debido momento. En noviembre me vi la última temporada de Dickinson, una de las series más hermosas de la historia, claramente sobre la vida de Emily Dickinson. De ella tengo un poemario llamado “Morí por la belleza”, el cual reviso y consiento constantemente, es uno de mis libros de bolsillo. Hay un capítulo en el que Emily, quien vive en Amherst, Estados Unidos, viaja en el tiempo: de 1850 a 1950. Cuando va por ahí caminando se maravilla de la modernidad, hay unas cosas llamadas automóviles y las niñas visten muy a la avanzada, con pañoletas, se ponen maquillaje y ya van a la universidad. En la serie entonces Emily se encuentra a una tal Sylvia Plath, una escritora maravillosa que vivió entre 1932 y 1963. Sylvia se aterra de ver a Emily con esa pinta tan anticuada, sus trenzas y su falta de maquillaje. A su vez, Emily se maravilla de ver a Sylvia (yo me habría muerto de haberlas visto). Yo había oído mencionar varias veces a Sylvia pero con esta aparición que hace en esta serie me antojé mucho más de ella. Sylvia, Sylvia, viviste muy poco, decidiste dejar este mundo a tus 30 años. Tal vez así debía ser.

Luego compré un libro absurdamente fascinante de ella, llamado “La Campana de cristal”, un libro de 264 hojas que fueron devoradas en par de días. Tenía que leer algo de ti, Sylvia. ¿Qué atmósfera emanaba de ti? Y bueno, el libro se llama así porque la protagonista Esther Greenwood, alter ego de Sylvia, vive como en una burbuja, bajo una campana de cristal, y va luchando para salirse de ahí, con todo lo bueno y malo que eso implica. La locura máxima. Además es en el Nueva York de los años 50s, esa faceta muy de Breakfast at Tiffany’s, de las joyas de Bloomingdale’s, de los sombreros Filene’s y de los pasteles de Schrafft’s. Como ella escribía, “estoy ahí en la misma campana de cristal, fermentándome en mi propio aire malsano”. No, qué delicia, y esto se pone mejor, no se vayan.

También, sin haberlo planeado, ando viéndome “La maravillosa Sra Maisel”, una deliciosa serie sobre la vida de una comediante, Midge Maisel, en la Nueva York, ¿de qué época creen?, pues de 1950. En verdad, no lo planeé. Y pues sí, mi mente literaria, mi imaginación, que es esa misma que vuela las 24 horas del día, así esté dormido o despierto, anda alineada y enrumbada, anda viviendo un momento fenomenal en ese Nueva York de los 50s, de esa generación Beat, del tal Bukowski y del Sexus de Henri Miller. Entonces estaba viendo un capítulo de la serie y en una escena se le acerca una señora a Midge Maisel, quien anda ahí toda despechada, y le da una tarjeta. Le dice “Aquí tienes la tarjeta de un psiquiatra muy bueno, él ha hecho maravillas con mi amiga Sylvia Plath”. Cuando yo vi este diálogo casi me desmayo, me emocioné demasiado, además me andaba leyendo el libro en ese instante. Casi lloro. Esas son las cosas por las que vale la pena llorar.

Y por último, ya les había mencionado antes el libro “Fictitious dishes”, sobre la comida que aparece en los libros. Pues bien, cuando miraba qué tantos libros mencionaban, voy viendo que aparece “La campana de cristal”. La protagonista, Esther Greenwood, ama comer aguacate relleno como de cangrejo y salsa francesa. A veces también le echaba mermelada.

Es una delicia esto, vivir estas coincidencias. También es una delicia escribírselas. Luego Sylvia se suicidó al mes de publicar “La campana de cristal”. Pero su influencia sigue latente.

Haber vivido coincidencias con otro escritor más mainstream, que suene por todos lados, vaya y venga. Pero con Sylvia Plath, es una verdadera joya, una serendipia. Una campana de cristal.

La gastronomía en la literatura

Ya había mencionado previamente en otro artículo mi relación con el acto de comer, es decir con las cenas como tal, con el hecho de ir a un sitio a almorzar con gente, pedir las consabidas entraditas (nada genera más arrepentimiento en la historia de la humanidad que pedir entraditas y luego quedar lleno y sobregirado) y, bueno, digamos que generó polémica puesto que yo consideraba (y considero) que el número perfecto de comensales es 1, que el acto de ir a comer está sobredimensionado, pero bueno. Esta vez no es esa la intención; de lo que sí quiero escribir es sobre la comida, no sobre el acto de comer, y más exactamente cómo la comida aparece en bastantes libros, ya lo verán. Es literal y literariamente delicioso.

Tenía en mente este tema hace rato. En mi libro “Osías y Laura” menciono un restaurante llamado Pamorder en el cual transcurren varios eventos; para que se antojen de leer el libro y sin el ánimo de dar spoilers, solo les cuento que en un ágape dentro de la historia hay sorbete de limón como entrada, truchas pequeñas con salsa de mayonesa con ajo y arroz vasco. Luego por ahí hay un delicioso coctel de maracuyá y en otra ocasión un personaje se come un sandwich de pastrami. De Pastrana no, de pastrami. Creo yo, por lo tanto, que los platos van apareciendo en las narraciones como unos testigos inermes de la historia, hacen parte de la utilería, son el bombillo que alumbra el escenario. O cuando ustedes ven una novela, ¿no se fijan en lo que desayunan? En cualquier serie que vean, estoy seguro de que los de producción se esmeran para mostrar platos deliciosos. O seguro también viene aquí a la mente el clásico, el famoso libro “Como agua para chocolate”, en el que se narraba la historia a partir de varias recetas, unas de pasión, otras de romance y otras de despecho. Como la vida misma.

El detonante definitivo para hacer este artículo fue un libro que bajé en el Kindle, se llama así: “FICTITIOUS DISHES: An álbum of LIterature’s most memorable meals”, hecho por Dinah Fried, una diseñadora neoyorquina. Ella recopiló y puso una foto de diferentes platos, diferentes comidas preparadas en libros memorables. Cuando yo vi esto, literalmente me chupé los dedos, me saboreé, tenía que tenerlo. El prólogo del libro contiene una frase de Ray Bradbury, de su libro Fahrenheit 451, en el cual palabras más palabras menos dice que los libros son comida para él, se los engulle como ensalada, degusta las hojas con placer y pasa de página con la lengua. Entonces me inmiscuí en este libro y la pasé en verdad muy bien, veamos más ejemplos, pueden abandonar el barco cuando lo deseen; cuando les dé hambre vayan a asaltar la cocina, les doy permiso.

Les voy a mencionar tres platos de libros famosos, para no volverme cansón.

  1. Ulises: qué locura, aprovechando que esta magna obra cumple 100 años, mi hermoso Ulises, en el libro mencionan un plato que Leopoldo Bloom comía: menudencias. Le gustaban los riñones y los huevos de bacalao con pan. Este libro es un poco sórdido y básicamente a este man le gustaban los riñones porque le dejaban un leve sabor a orina.
  2. Lolita: Para este clásico de Nabokov que tanto adoré, les presento algo que tomó el gran Humbert Humbert, un coctel de ginebra con jugo de piña, mientras pensaba en su Lolita (“the gin and Lolita were dancing in me”).
  3. Heidi: qué belleza, la obra para niños de 1880 escrita por Johanna Spyri. Ay, no más me regocijo de imaginarla con su abuelito en las montañas. Pues bien, en un aparte mencionan que el pavo empezó a cocinarse y el abuelito le puso unas tiras de queso encima. Qué deli. Le daba vueltas a cada rato hasta que quedaran tostaditas de un color “Golden yellow” (amarillo dorado). Heidi miraba todo el tiempo al abuelo cocinar con entusiasmo. Sniff. Este sería el abrebocas de lo que luego sería el famoso fondue.

Ejemplos y libros hay muchos más. Las comidas en Madame Bovary, en Robinson Crusoe, en Huckleberry Finn y en el Talentoso señor Ripley. Varios más. Ahí les dejo esta porción de hermosos casos en los que los deliciosos platos y bebidas hicieron su aparición en las letras.

Pero bueno, en este caso pueden empezar degustando la comida mencionada en mi libro. Sí, de mi amada Osías y Laura. Un buen comienzo. Bon Appetit.