HISTORIAS DE HOTELES

Vivir consiste en cambiar de ídolos. Ahora es Francis Scott Fitzgerald. Andaba estos días en la dinámica de ver la serie que está en Amazon sobre la vida con su esposa, Zelda, en la Nueva York y sur de Estados Unidos de los años veinte; aparte de esto, sigo leyendo una serie de cuentos escritos por él. Ese paralelismo entre serie y libro es absurdamente fantástico.
Es recurrente en sus historias la mención del hotel Biltmore. Ese hotel quedaba en Nueva York y fue construido en 1913. Muchas veces la pareja Fitzgerald se alojó ahí y sus fiestas eran memorables; siempre iban los trabajadores del hotel, tocaban a la puerta y solicitaban bajarle al voltaje. Si las paredes del hotel hablaran me susurrarían al oído mil cosas. Y bueno, me acordé de los hoteles, de varios momentos agradables vividos ahí.

Imaginen o recuerden esto. Llegan a la recepción, sí, es la llave del cuarto 754. Hay un señor que les lleva las maletas, de hecho le dicen botones. Siempre me llamó la atención ese nombre. ¿Botones? ¿En plural? Bueno, les dan la llave y cuando abren se encuentran con un cuarto limpio, frío. ¿Qué hacen apenas están en el cuarto luego de darle propina al botones? Arrojarse a la cama y rebotar. Como si fuera un brinca brinca. Mirar las sábanas absolutamente blancas y estiradas. 

Prendamos el televisor. Hay canales raros. Abrir la neverita, que también recibe el nombre de minibar. Está una minibotella de Whisky que vale el triple, unos masmelos, una coca cola helada y salchichas enlatadas. Qué antojo. Al lado de la cama hay una libreta de papel amarillo, absolutamente deliciosa, absolutamente en blanco, implorándote que le empieces a escribir. Que le empieces a escribir un diario. Papel amarillo con el logo del hotel. Abro el cajón y hay un directorio con los teléfonos de la ciudad. 

Cuando tuve 12 años escribí un diario, precisamente con ese papel del hotel.

Al lado de la libreta hay dos cocadas y un mensaje de bienvenida. Para room service es la extensión 103 y para llamar hacia afuera se marca *09 y ahí sí el indicativo de la ciudad. Para solicitar alarma, llamen al 189. En el baño, todo está perfecto. Shampoo diminuto. O diminutivo como dicen por ahí. Jabón en miniatura, espuma de baño, toallas blancas con el logo, cuyo porcentaje de provisión por pérdidas ya el departamento administrativo lo tiene como descontado. Pérdidas presupuestadas. Dos revistas, una de turismo y la otra de chismes de la farándula. 

Graduémosle el aire acondicionado, está muy frío. Luego lo apago. Nada es más de cuentos de hadas que el cuarto de un hotel. 

-Bueno, hijo, cámbiate, salgamos ya para que empiecen las vacaciones- 

Para mí ya habían empezado. Y de qué manera. Agarré la libreta de papel amarillo.


(instagram @kemistrye )

El misterioso caso de la pizza a domicilio

-Amor, eres una belleza, no sabes cuánto te agradezco, además preciso me llegó a la hora del almuerzo. En verdad gracias por la pizza, qué detallazo, además de Di Lucca, te mando un beso- le escribió él por mensaje de texto.
-Eh, gracias, yo también te amo, pero no sé de qué hablas- le respondió ella.

Esto ocurrió en una locación de la ciudad. En otro lado, a unas 30 cuadras de ahí, a la misma hora, llegó otra pizza. Un destinatario oyó el timbre y el portero se la entregó.
-¿Quién dejó esto?- le preguntó él, mientras se acariciaba el bigote.
-No sé, doctorcito, alguien la dejó y se fue- le respondió el portero.
¿Sería una pizza-bomba?

En múltiples locaciones de la ciudad un ejército de domiciliarios, unos en moto y otros en bicicleta, entregaron cajas de pizza de prosciutto. Un ejército, puros personajes enfocados y desplegados hacia un mismo fin: llenar la ciudad con sabores, a plena hora del almuerzo y de manera anónima.

En otra dirección alguien había pedido a Kokoriko y cuando bajó a recibir el pedido, encima había una caja también con una pizza. ¿Cómo así? La ciudad había sido invadida de pizzas de Di Lucca. Luego en otro barrio, otro destinatario estaba en operación pañal, cambiando a su hijo de pocos añitos de edad, cuando el portero también lo llamó. -Señor, le dejaron aquí una caja que huele muy rico, vaya usted a saber quién fue, ¿me da un pedacito?- 

Se me ocurrió llamar por teléfono a lady Rox, la gerente del restaurante. Ella no sabía qué había pasado. Pensaba que era un error, ¿qué podría haber ocurrido?

Ataques de masa italiana adornada con carnes rojas. Pimientos, salami y quesos rondando por los barrios, rúgulas incesantes a lo largo de las carreras, avenidas, localidades y calles. La magia acabó, o más bien se exacerbó: alguien estaba en ese momento en la propia portería, en la escena propia de la entrega, en ese mismo momento de compensación y liquidación de la operación. Atinó a preguntarle al señor motorizado: -yo no estoy esperando ninguna pizza, ¿de dónde vienes tú, amigo? confiesa-. El muchacho se puso su máscara de Star Wars, miró para ambos lados y salió volando por la azotea. Esa era su tradición. Nunca se supo nada.

Aún ahora, diez lustros después, me pregunto quién tuvo como misión mandarme esa pizza. Sea quien haya sido, gracias siempre por esa misión hipster. Fue una pizza de gran tradición.