Ensayo sobre la espera

Corría el año 1986, yo tenía 7 años y vivía en Popayán. En ese año el Papa Juan Pablo II visitó mi ciudad. Claramente me acuerdo muy poco de lo ocurrido, diría yo que nada. Solo me acuerdo de una anécdota de ese momento: resulta que mucha gente vino de muchos pueblos aledaños a ver al Papa, muchos viajaron varias horas en carro con tal de tener un atisbo del papamóvil (siempre me acuerdo de una periodista que dijo batimóvil, en vez de papamóvil). Dentro de tanta gente que viajó para ver al Papa, hubo una, una persona entre millones, que estaba intacta con su fe, emocionada por el momento, esperando a ver al Papa. Minutos antes del desfile, en un barrio llamado Catay, la señora (cuyo nombre no tengo ni idea), entró en un restaurante, comió algo y fue al baño.

La doña estaba en el baño cuando de repente empezó a oír unos pitos, más bulla, gritería, chiflidos, qué sé yo. ¡Llegó el Papa, llegó el Papa! Apresuró su metabolismo inherente, se afanó, se lavó las manos, buscó sus pertenencias y cuando salió del baño las luces del restaurante estaban apagadas y la puerta estaba cerrada con candado. Se había quedado encerrada; cuentan que las trabajadoras del restaurante, apenas oyeron que ya venía el papamóvil, corrieron a apagar las luces, cerraron la puerta con candado y presurosamente se fueron. Qué cuento de vender choriperros, ya, vámonos que ya viene el Papa. Y sí, la señora se quedó encerrada con sus camándulas de madera, gritó, le pegó a la ventana, a la puerta, gritó y gritó más. Pero no hubo poder humano. Perdió su única oportunidad en la vida de poder ver al Sumo Pontífice, lloró, no pudo, el arrepentimiento de haber entrado al baño, porqué no se esperó, porqué no aguantó, quién decide eso, qué mala suerte. Estuvo esperando meses, como todos los humanos esperamos. Y seguimos esperando. En el caso de ella, esa espera no dio resultado.

Esta otra anécdota le ocurrió a un portero de fútbol inglés llamado Sam Bartram. Él estaba tapando durante un partido en Inglaterra , normal. Resulta que había mucha neblina en el evento, por lo cual el árbitro se vio forzado a suspender el partido. Claro, si no se veía nada, supongo los directivos lo llamaron y le dijeron que suspendiera, a la espera de un mejor clima. El partido se suspendió pero al portero no le avisaron, entonces Sam Bartram se quedó mucho tiempo, bastantes minutos supongo, en posición alerta para tapar, con las piernas un poco dobladas, encorvado y con los brazos abiertos. Quedó alerta esperando, sin saber que esa espera no estaba dando resultado.

Dos casos, dos historias distintas, en donde una espera se trunca. En Ensayo sobre la ceguera, las personas de un momento a otro quedan ciegas y siguen preguntándose, a lo largo de la historia, qué es lo que les pasa, se quedan esperando en una fila interminable de incertidumbre. No saben hacia dónde van, nadie les dice, no tienen esperanzas.

Estamos siempre en la vida esperando, con o sin neblina. Con o sin directores técnicos. Como escribió ahí Saramago en su libro anteriormente mencionado, “el único milagro a nuestro alcance es seguir viviendo, amparar la fragilidad de la vida un día tras otro”. Ojalá cuando llegue lo que esperamos, no nos cierren la puerta del restaurante.

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