El auto-pícnic y un nuevo mix

Estaba ahí acostado, en el pasto del Museo Nacional. Hacía un poco de sol a medio día, por lo cual debía usar mis gafas oscuras; decidí también ponerme un buso en la cabeza para cubrirme del sol. Estaba oyendo a Dr Motte y una compilación de drum and bass que acababa de descargar. Estaba haciendo uno de mis planes favoritos, el auto-pícnic, neologismo acuñado por mi persona para referirme a la posibilidad y alegría de acostarme en el pasto, con algo de comer, algo de dulce, de sal, un rico té helado, con un libro, pero también con un cuaderno y un lapicero. Para subrayar, para comentar, para realizar esa indispensable labor de introspección ahí, yo solo, al lado del Museo Nacional. Qué delicia. Un confinamiento voluntario y al exterior.

La comida es lo de menos, pero si quieren completar el cuadro en su mente, había pedido para llevar una hamburguesa de lentejas de Home Burger, tenía bolsitas de mostaza, un Hatsu blanco y un bocadillo. Había chaquetas con capuchas que hacían la labor de mantel. Dandismo en el año 2020. Oscar Wilde seguro lo haría.

De repente apareció un pequeño personaje y me habló. Me saludó. Me preguntó porqué yo leía tanto si en últimas luego no me iba a acordar de nada. Es más, me zanjó inmediatamente una pregunta: “¿cómo se desarrolló tal diálogo en tal libro de Isabel Allende?”, “¿cómo se desarrolla Historia de Dos ciudades?”, “¿Cómo describirías el segundo capítulo del Libro del desasosiego?”. A todo le respondí que no tenía ni idea y también le respondí que no me importaba. Luego yo le lancé una contrapregunta, apresurándome porque este duendecillo de zapatos Vans y orejas largas me estaba robando las papas. Le dije “¿recuerdas cómo fue tu fiesta de la primera comunión? ¿qué ropa llevaba tu tío y qué comieron exactamente? ¿recuerdas qué hicieron exactamente luego de almorzar?”. El duende se quedó callado, mientras seguía cogiendo descaradamente mis patatas (digo patatas para creerme más cosmopolita). Le pegué en la mano para que no cogiera más.

Él me respondió que no, que no se acordaba de nada. Le pregunté: “¿pero recuerdas que la pasaste delicioso verdad?”. Él me dijo: “sí, de hecho yo lloré porque recuerdo, no sé, que mi tía me dijo algo lindo, ese día fui muy feliz”. El duende era verde y ese recuerdo le generó una tonalidad más oscura. Verde pasto.

“Perfecto, mi querido duendecito, no importa que no te acuerdes de los detalles, lo que importa es que recuerdes que gozaste. Puede ser que yo no me acuerde de muchas cosas de los libros, es natural, pero recuerdo que ese día gocé mucho. Recuerdo que por aquí cerca, en un sitio que venden pasteles, por aquí cerca a estas pendientes de La Macarena, por ahí terminé un libro llamado “Tú que deliras”. Recuerdo perfectamente que ese día fui muy feliz. Tal vez no me acuerde de la trama. ¿Me entiendes duendecillo?” cuando miré ya no había nadie, no estaba él, se había ido, era una especie de alter ego que se me había postrado en esta dimensión corpórea. Como decía Pessoa, un heterónomo. Un Doppelgänger.

Tampoco estaba mi porción de papas lastimosamente. Me dejó una nota: “Gracias, esa era precisamente lo que quería escuchar. El mundo es de sensaciones, es cerrar los ojos; a veces vale más sentir que conversar. A propósito, quiero que oigas esta mezcla que hice, con lo mejor de la música bajo mi criterio en este momento. Óyela”. Qué bello ese duendecillo. Les dejo la mezcla para que la oigan. Sí, la música y la literatura en últimas pueden con todo y contra todo.

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