Turbamulta de libros en el Transmi

A las 5 de la tarde me monté en la ruta B98 hacia el centro de la ciudad. El clima estaba un poco frío, había viento y ya poco a poco iba oscureciendo, ya la tarde iba entregándole la posta a la noche. No había asientos disponibles así que me tocó ir de pie. Me recosté un poco sobre una puerta y de ahí pude ver todo el horizonte de personas: todos estaban callados y atentos leyendo libros. Nadie hablaba. Cada quien estaba absorto en su lectura, cada quien con su propio estilo, gente joven, adultos, ancianos: todos iban nutriéndose de su propio universo que tenían ahí, en ese conjunto de hojas de papel entre sus manos. Ocurría algo curioso: cada minuto y medio los lectores cambiaban de página sincrónicamente, como robots. Era muy chistoso porque todos se movían a la vez, así como el público que asiste a ver un partido de tenis. Izquierda, derecha y cambio de página; izquierda, derecha y cambio de página. Me llamó todo la atención, era muy apacible el ambiente. “Qué civilizados se han vuelto”, dije para mis adentros.

Esa sincronía duró unos pocos minutos más. De un momento a otro, un adulto empezó a reír a carcajadas, estrepitosamente, con un tipo de risa aguda, casi ahogándose el pobre, todo rojo, todos podrán imaginar esa risotada de un adulto robusto de unos 60 años, una risa que inefablemente termina en tos. El señor no podía parar de reír, claramente quise chismosear qué estaría leyendo; pues se trataba de Los papeles póstumos del club Pickwick, de Charles Dickens. En ese momento, una señora de unos setenta años, atildada, de pelo blanco y corto, delgada, frágil, malgeniada y seguramente ortodoxa en sus pensares políticos se volteó hacia él, obligándolo a callarse. “Señor, está interrumpiendo mi lectura, estoy en un momento cumbre y su risotada me incomoda bastante”. La señora andaba leyendo una novela de Agatha Christie. “Discúlpeme señora, pero bueno, quién la manda a andar picándoselas de policía, resolviendo casos y crímenes, déjeme disfrutar de mis chabacanes ingleses”, respondió el sesentón, bajándose bastante molesto en la próxima parada de la calle 85. “Eh, es que ahora nadie puede leer en paz”.

“Señor, no sea grosero, usted puede leer en paz. Lo que no puede es reír en paz, menos con ese aire y peor con esa camisa tan fea” le respondió la señora.

Todos continuaron leyendo, tratando de retomar su curso, cada quien en lo suyo. Una millenial de cejas gruesas lloraba y limpiaba sus lágrimas con la manga de su cardigan Zara mientras leía Paula, de Isabel Allende. Estaba llena de sentimientos, pero ¿quién podría decirle algo? Quien llora en silencio no le hace daño a nadie, una lágrima callada es inofensiva. El equilibrio se retomó, pero pronto vendría una parada en una estación bastante concurrida: la del Estadio El Campín. Aparentemente había un partido amistoso y muchos hinchas de ambos bandos habían asistido a ver a su Millonarios y a su Santafecito lindo. Rojos versus azules. Y ya sabemos que ningún partido, en ningún lugar del mundo, será amistoso así sea supuestamente amistoso. Paró el articulado y se montaron decenas de personas desarticuladas de manera intempestiva. Cada uno iba con su libro abierto, ya que precisamente por el afán y el gusto de leer iban leyendo mientras el bus llegaba. Parece ser, según me cuentan, que algún hincha furibundo que estaba de afán empujó a varios jayanes, esto hizo que los demás empujaran y todo se volvió un caos. Como en concierto de rock, Transmi era una fiesta o más bien un pogo. Unos cayeron al piso al igual que sus libros, otros gritaban pero incluso hubo unos que no decían nada, precisamente por estar tan absortos en sus lecturas.

Cuando el bus cerró sus puertas para continuar su paso, la gente se empezó a enderezar nuevamente y las lecturas continuaron. De un momento a otro un adolescente, quien iba leyendo Satanás de Mario Mendoza, lanzó el grito en el cielo: “!Qué es esto! alguien me cambió mi libro, maldita sea, aquí en esta hoja dice algo de Aureliano Buendía, este libro no es mío”. Claro, probablemente en esa turbamulta la gente se había confundido.

Un viejo despistado, de cráneo oblongo y pelos en la nariz iba leyendo Autopista Lincoln, de Amor Towles, un hermoso viaje que hacen 4 amigos por dicha autopista, la Lincoln, una gran vía que recorre Estados Unidos de este a oeste. Antes de la estampida él iba leyendo las vicisitudes de Emmett, un protagonista, cuando de un momento a otro se vio inmiscuido en una disertación de lord Henry Wotton sobre la sociedad londinense. Ni cayó en cuenta del error. En este caso la turbamulta, o más bien el destino, le cambió el libro y le puso en sus manos El retrato de Dorian Gray. “Vaya historia tan chistosa, pasó de Estados Unidos a Inglaterra en un momentico, jiji” y siguió leyendo.

Al costado izquierdo, bien atrás, había una señora de unos cuarenta años. Ella iba leyendo a Pilar Quintana, por todo este meollo alguien se lo arrebató y a su vez le cayó en sus manos Ulises de James Joyce. Inicialmente no se había dado cuenta y empezó a leer, lo abrió al final indistintamente, leyó ese monólogo interior sin puntuación de la esposa del protagonista, Moly Bloom, la señora cayó en cuenta del error, empezó a percatarse, estaba de mal genio, estaba con hambre y por el encierro, quién sabe, vaya que empieza a transformarse y crece dentro de sí un sentimiento de cólera y desespero. Además va viendo que a unos metros una quinceañera empezó a leer su libro, el de Pilar Quintana, le había llegado por azar su libro, vaya turbamulta y ese egoísmo de no querer compartir su lectura con nadie más, todo junto, la agita y se va lanza en ristre contra la pobre niña y la empieza a mechonear. “¡Oiga, ¿Quién le dio derecho a coger mi libro? atrevida, china tonta¡”.

En este momento mientras esta señora mechoneaba a la pobre quinceañera, se generaron eventos simliares. Reacción en cadena que llaman. Un punketo le pegó un cabezazo a un pobre flacucho de barbita de 4 días, ya que su mamotreto de Juego de Tronos, versión especial, una versión de tapa dura que venía casi que con espada y escudo que él había comprado en Alemania, ese súper libro se le había perdido y lo andaba leyendo este flaco. El pobre flaco, un soñador empedernido, con camiseta del Boca Juniors, con pelito para abajo así como los Beatles, un pobre flaco más inofensivo que el agua, un man de ojos caídos se enganchó feliz leyendo las intrigas de las familias Stark y Targaryen, entre otras. La intolerancia se había apoderado del lugar. El agreste punketo recuperó su libro y pisoteó el que le había caído providencialmente por la turbamulta: uno de Paulo Coelho.

Luego vino la alevosía, la crítica hacia lo que el otro leía, la envidia, el afán. La intolerancia, como siempre. Todo sucumbió. Se hizo de noche y entre codazos y empujones logré llegar a mi destino. Empecé a caminar un par de cuadras hacia mi hogar y en ese trayecto metí la mano a la maleta para sacar un libro de ensayos de Stefan Zweig. No lo encontré, pero a cambio de lo mágico de Zweig, por efecto de la turbamulta, el destino me había puesto otro. Ya no importa decir cuál era. La literatura se había vuelto algo subversivo.

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