Fabricando coincidencias con Sylvia Plath

Durante las últimas semanas, mi vida literaria, que es mi vida entera misma, la podría resumir en una sola palabra: coincidencias. Recordemos que las coincidencias existen pero también las fabricamos, las vamos moldeando y eso es una delicia. Fabricar coincidencias.

Vengan les cuento: Todo en la vida va llegando en su debido momento. En noviembre me vi la última temporada de Dickinson, una de las series más hermosas de la historia, claramente sobre la vida de Emily Dickinson. De ella tengo un poemario llamado “Morí por la belleza”, el cual reviso y consiento constantemente, es uno de mis libros de bolsillo. Hay un capítulo en el que Emily, quien vive en Amherst, Estados Unidos, viaja en el tiempo: de 1850 a 1950. Cuando va por ahí caminando se maravilla de la modernidad, hay unas cosas llamadas automóviles y las niñas visten muy a la avanzada, con pañoletas, se ponen maquillaje y ya van a la universidad. En la serie entonces Emily se encuentra a una tal Sylvia Plath, una escritora maravillosa que vivió entre 1932 y 1963. Sylvia se aterra de ver a Emily con esa pinta tan anticuada, sus trenzas y su falta de maquillaje. A su vez, Emily se maravilla de ver a Sylvia (yo me habría muerto de haberlas visto). Yo había oído mencionar varias veces a Sylvia pero con esta aparición que hace en esta serie me antojé mucho más de ella. Sylvia, Sylvia, viviste muy poco, decidiste dejar este mundo a tus 30 años. Tal vez así debía ser.

Luego compré un libro absurdamente fascinante de ella, llamado “La Campana de cristal”, un libro de 264 hojas que fueron devoradas en par de días. Tenía que leer algo de ti, Sylvia. ¿Qué atmósfera emanaba de ti? Y bueno, el libro se llama así porque la protagonista Esther Greenwood, alter ego de Sylvia, vive como en una burbuja, bajo una campana de cristal, y va luchando para salirse de ahí, con todo lo bueno y malo que eso implica. La locura máxima. Además es en el Nueva York de los años 50s, esa faceta muy de Breakfast at Tiffany’s, de las joyas de Bloomingdale’s, de los sombreros Filene’s y de los pasteles de Schrafft’s. Como ella escribía, “estoy ahí en la misma campana de cristal, fermentándome en mi propio aire malsano”. No, qué delicia, y esto se pone mejor, no se vayan.

También, sin haberlo planeado, ando viéndome “La maravillosa Sra Maisel”, una deliciosa serie sobre la vida de una comediante, Midge Maisel, en la Nueva York, ¿de qué época creen?, pues de 1950. En verdad, no lo planeé. Y pues sí, mi mente literaria, mi imaginación, que es esa misma que vuela las 24 horas del día, así esté dormido o despierto, anda alineada y enrumbada, anda viviendo un momento fenomenal en ese Nueva York de los 50s, de esa generación Beat, del tal Bukowski y del Sexus de Henri Miller. Entonces estaba viendo un capítulo de la serie y en una escena se le acerca una señora a Midge Maisel, quien anda ahí toda despechada, y le da una tarjeta. Le dice “Aquí tienes la tarjeta de un psiquiatra muy bueno, él ha hecho maravillas con mi amiga Sylvia Plath”. Cuando yo vi este diálogo casi me desmayo, me emocioné demasiado, además me andaba leyendo el libro en ese instante. Casi lloro. Esas son las cosas por las que vale la pena llorar.

Y por último, ya les había mencionado antes el libro “Fictitious dishes”, sobre la comida que aparece en los libros. Pues bien, cuando miraba qué tantos libros mencionaban, voy viendo que aparece “La campana de cristal”. La protagonista, Esther Greenwood, ama comer aguacate relleno como de cangrejo y salsa francesa. A veces también le echaba mermelada.

Es una delicia esto, vivir estas coincidencias. También es una delicia escribírselas. Luego Sylvia se suicidó al mes de publicar “La campana de cristal”. Pero su influencia sigue latente.

Haber vivido coincidencias con otro escritor más mainstream, que suene por todos lados, vaya y venga. Pero con Sylvia Plath, es una verdadera joya, una serendipia. Una campana de cristal.

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