Una mirada al infinito , un instante eterno

Él siempre pasaba por ahí montando bicicleta con los amigos los sábados en la mañana; claro, no tan temprano, puesto que los viernes por lo general eran de fiesta, el sábado es para dormir hasta tarde. Así que salían tipo 11 de la mañana a dar una vuelta, siempre por los mismos sitios. Nada de competición, trial, biking, freestyle, nada de eso. Solo salir de plan urbano, pero eso sí tratar de ir rápido, subir tal vez un andén, tratar de picar la bicicleta poniéndole el cambio más liviano, ese que se usa para las subidas más álgidas.

Él estaba estrenando bicicleta, una súper moderna Specialized que le habían dado los papás de navidad, ya luego de haber sucumbido a la estrepitosa verdad de saber quién es el niño Dios. Ya él sabía quiénes eran, ya sabía él que un ruido en la chimenea un 25 de diciembre indefectiblemente iba a venir acompañado de un plan de amortización de cuotas a un 1% mensual. No venían del cielo, así que él quería cuidar mucho esa bicicleta de varias velocidades que se lograban combinando el plato grande con el pequeño. Espectacular, negra, con letras amarillas fosforescentes. Nadie se ponía casco, eso era para los profesionales, ellos iban molestando y en esas les dio por hacer una pequeña competencia. Él llevaba unos pesos en el bolsillo para comprar gaseosa, cigarros o algo para la sed.

Siempre que él pasaba por los barrios veía gente interesante. Esta vez la vio a ella, era el sábado a las 11:40 de la mañana. Ella lo miraba con una sonrisa hermosa, radiante. Él dio la vuelta a la manzana, ella lo miraba, dio otra vuelta, él iba ganando la competencia con sus amigos pero ella seguía mirándolo, sonriendo. -No puedo hacer nada- dijo, se detuvo y todos los demás lo sobrepasaron.

Como digo, él se detuvo y fue hacia donde estaba ella. Ella estaba recostada en unas gradas, cerca de una iglesia que quedaba en una pequeña colina, con unas gradas de piedra muy lindas bajo una cruz de acero. Ella seguía sonriendo, él se le acercó.
– ¿Cómo se llama? ¿está bien?- le preguntó él.
-Sí, solo tengo sed- seguía sonriendo. Él hizo un leve movimiento hacia la izquierda para taparse del sol, pero ella no se inmutó. ¿Qué pasaría? Él hizo como el amague de mover rápidamente los brazos pero ella seguía incólume, sonriendo. Era invidente.
-Me llamo Isolde- dijo ella. Él se le acercó más. Ella tenía unos 80 años, tenía la piel muy rosada, los ojos muy claros. Era muy bella, tenía en su carriel una botella vacía, unas fotos antiguas, un pedazo de manzana y nada más. Él no pudo hacer nada más que acariciarla. Dejó la bicicleta ahí y corrió a la tienda a comprarle algo.

-Vecino, una bolsa de leche, quinientos de salchichón y un pan de cien- dijo él.
Le llevó la vitualla y se quedaron ahí, conversando un rato. Ella siempre sonreía, mirando hacia un mismo punto. Siempre hacia un mismo punto. Hicieron una comitiva deliciosa, tomaron leche y con la mano partieron el salchichón y lo metieron entre dos panes. Creo, perdón, cree él que fue el sándwich más delicioso que en su vida probó. Él le acariciaba su pelo rubio, seco, maltratado por el tiempo, por sus condiciones, por su aparente enfermedad, por su vida que se le esfumaba. Fue algo mágico, ella le agradeció mucho y le cogió la mano.
-Gracias, muchacho, ahora ve con tus amigos, no vayas a perder la carrera, yo estoy bien, ya no necesito nada más-
Él se fue, fue el momento más hermoso. Naturalmente no ganó la carrera, pero él ya había ganado. Cuando volvió a pasar por esa cuadra, ya no había nadie. Había una bolsa de leche vacía, la cual él obviamente arrojó a la basura.

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