un día hábil en Popayán

Cuando me gradué del colegio me fui a vivir a Cali, una ciudad a dos horas de Popayán viajando en transporte de Velotax o de Tax Belalcázar, incluida una pequeña pero obligatoria parada en Piendamó. Cada cierto tiempo, cuando salía a vacaciones, esperaba con ansias estar en Popayán para poder estar ahí en un día hábil. Hago la distinción, ya que usualmente iba los fines de semana, y los fines de semana consistían en llegar tarde el viernes, echarme loción, salir a Millenio, dormir el sábado hasta las 11am, estar en la casa, comer, dormir y demás. Era diferente. El domingo, luego de almorzar trucha molinera o fríjoles en Torremolinos, mis papás me llevaban a la Terminal y me devolvía. Repito, era diferente.


En cambio durante vacaciones era otro cuento. Se cumplía mi anhelo: ir a Popayán, más exactamente al centro, en un día hábil. Me iba en colectivo y me bajaba por ahí cerca de la Viña.
Cambiemos de modo verbal, metamos segunda. Caminé por la calle sexta y me antojé de un pastel de pollo con Coca-cola en La Fontana. La Coca-cola siempre presente, es más, pasé por el Colegio Mayor, ahora llamada Institución Universitaria Colegio Mayor, y me acordé de que ahí hice un curso de inglés, en esa época mi abuela era profe de cerámica, entonces yo salía de clase, le caía en la cafetería, y ella me gastaba patacones o rosquillas, sí claro, con Coca-cola. Ma acordé de eso cuando pasé por ahí, miré hacia arriba y estaba la que había sido la casa de mi abuela, en un barrio llamado Loma de Cartagena.


Era día hábil y yo en vacaciones, qué delicia. Ahí pasaban un par de niñas con uniforme de las Josefinas. Wow, esas de quién son primas, eso no pasa un sábado. Me fui a ver discos al Eco Musical, había un par en promoción que naturalmente llevé, miré qué estaban dando de película en el Anarkos y me fui a comprar un raspa-raspa ahí abajito, por el Hueco, donde una viejita hermosa llamada doña Tere. Recuerdo que una vez con doña Tere me gané 50 mil pesos, los cuales me alcanzaron para unos zapatos Bosi y para invitar a mis primos a comer.


Verdad, había una vuelta que tenía que hacer: ir al Banco Cafetero y cambiarle ese cheque a mi papá que me pidió el favor, para ir luego a hacer la consignación en Ahorramás. La señora de Ahorramás se me hacía conocida, no sé porqué. Mi mamá me encargó que fuera al Mile a comprarle unas cintas, verdad. Luego fui un rato al parque y me senté, luego de estar visitando a Piti, mi amigo que trabajaba en el Museo Valencia. Ese bello parque, que en esa época no estaba peatonalizado, pasaban los carros y preciso me pita alguien.


-¡Tonces qué viejo tales! ¿Cómo vas, patojazo? sí, sí, estoy en vacaciones, ¡nos vemos!- le grité a un amigo que pasó en el carro. Debía ir a Ardú a comprar mecato y revistas, importantísimo, no sin antes averiguar por unos tenis en Mello’s. No existía el celular, debía ir a La Viña, sí, ahí había un monedero para llamar a la casa a ver si necesitaban algo. Compré una chuleta para llevar, pasé por Climent-Salazar comprando unas minas y me senté un rato por el Café Colombia.


Esa era mi Popayán, una ciudad blanca, bastante blanca cuya tranquilidad de esos recuerdos, de esas rosquillas y de ese raspa-raspa se van esfumando. Son los recuerdos los que deben mantenernos vivos y son ellos mismos los que dibujan, a veces de manera tan difícil, una pequeña sonrisa. Más en estos momentos, donde pareciera no haber sonrisas. Donde pareciera no haber nada.

Sí, mi Popayán. Así queremos verte: blanca, diáfana, tranquila. Eres un corazón que no va a dejar de latir.

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