todo se congeló

Una vez andaba caminando. Iba leyendo por un lado “La muerte en Venecia” de Thomas Mann y por otro lado “La mujer rota” de Simone de Beauvoir. No conozco un escritor más descriptivo que Thomas Mann, tal vez sentí eso con Christopher Isherwood o con Javier Marías, no sé, pero es delicioso como describe a la gente y sus facciones. Luego me transportaba al mundo de Simone, te amo Simone, la vez que acabé “La Mujer Rota”, ese día puntual, sentí que no iba a poder dormirme sin acabar la historia, sin saber qué iba a pasar con los protagonistas, con ese matrimonio en decadencia. Iba en esas y una bella mujer tocó mi espalda, tenía pinta como de detective.

-Oye, siempre veo que andas con tu cuaderno apuntando de todo. ¿Eso de qué te sirve? Siempre estás apuntando frases, prefieres eso a hablar, prefieres apuntar a conversar. Luego el cuaderno se te acaba, lo llenas de dibujos, de stickers de unicornios, lo botas, entonces ¿para qué llenas ese cuaderno?- me preguntó la detective, con un español fuerte, con acento de Europa del Este. 

La miré. No sé, pensé en besarla y volarme con ella al Meat Packing district, se me pasó por la cabeza. O hacerle cosquillas para así romper su irrefrenable seriedad. De un momento a otro el tiempo se detuvo, pero el tiempo de los demás, no el mío. Yo continuaba igual pero todo el mundo estaba congelado, así como en un Mannequin challenge. Le toqué la nariz, efectivamente le hice cosquillas, no la besé, le acomodé un flequillo que estaba tapándole los ojos, olía a Pleats Please de Issey Miyake. Hermosa, además tenía un pantalón de mezclilla, una blusa fluorescente Miu Miu y unos stilletos rojos Gucci. ¿Qué le respondo? Pensé en responderle precisamente mirando la fuente del delito, el objeto del deseo, abrí un cuaderno apuntado por mí del año 2011. ¿Qué podría encontrarme?

Me encontré con varios apuntes. Había apuntado las famosas 7 palabras que pronunció Jesús. Había dos canciones recomendadas, estaba escrito el nombre de Lázaro de Betania y el Sanedrín. Claro, me acordé que me había leído en esa época Caballo de Troya. Había un teléfono, una frase de Dr Jekyll (claro, me había leído el Dr Jekyll & Mr Hyde). 

Luego me encontré un diálogo que yo había apuntado. Resulta que mi hijita en esa época tenía como dos años, y ella dijo lo siguiente: “Papá, en Popayán hay un queso con cáscara de tomate”. Claro, me acordé del queso holandés, el de cáscara roja. Claro, cáscara de tomate. No pude evitar sonreír, no con nostalgia, más bien con alegría de lo sucedido y de lo recordado. Varios diálogos con ella, respecto de películas que me había visto con ella. Vi frases de Hemingway, sinónimos, más apuntes, también otras memorias de la bebé, en las que argumentaba, con toda la seguridad de un niño de dos o tres años, que seguramente uno debería sudar mucho en el planeta Mercurio, puesto que es el más cercano al Sol. 

Ella me enseñó eso, que en Mercurio uno debe sudar mucho. Que también en Popayán hay quesos con cáscaras de tomate. Luego estaban escritas unas memorias mías, respecto a cómo me sentí, cómo me enloquecí y cómo me transporté durante una exposición de arte conceptual en la galería Santafé, en el centro de la ciudad. Encontré mucha información condensada en unas cuantas hojas.

El tiempo volvió su curso normal. La espía, quien se llamaba Nicolle, me seguía mirando. -Responda, responda- me seguía imponiendo, con su acento, con su seriedad, con esa blusa Miu Miu. Vi también que tenía una pulsera Tous con incrustaciones de zafiro. Le dije que sí, que qué bobada, que tenía razón. De nada sirven esos cuadernos. Me guiñé a mí mismo.

La besé y nos fuimos, efectivamente, a un bar en el Meat Packing District. 

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