Circos

Me encanta la sección del “Hace 100 años” del periódico: es la sección que más futuro tiene. 

Nunca me la pierdo, es la sección más vanguardista. En estos días salió la foto de “La Mujer X”, una señora súper extraña con un antifaz que se presentaba en el circo Santos y Artigas. Aparentemente, por compromisos en Estados Unidos, debían irse y terminarían su temporada en Colombia.  Hace 100 años, en el febrero de 1921, terminaba sus funciones con un gran acto: la mujer X iba a quitarse el antifaz, iba a revelar su identidad y se iba a meter a la jaula de los tigres. Costaba 10 centavos la entrada.

Se me vinieron a la mente todos los recuerdos de los circos. El olor a heno, el barro, las palomitas de maíz, el algodón de azúcar, la tela gruesa, sucia y desvaída de la carpa, el payaso triste cuyos zapatos gigantes siempre quise (quiero) tener, el ensordecedor ruido de las motos metidas en ese círculo metalizado para mí absolutamente mágico. Girando y entrecruzándose dos, luego tres motos, a altas velocidades. Los trapecistas, ellos de cuerpos firmes, ellas de piernas con trusa y escarcha. Casi siempre acentos chilenos, argentinos y mexicanos. Facciones bruscas. El boato mezclado con la nostalgia. Reír para no llorar.

En mi época de universidad nos tocó hacer un trabajo de sociología. Se nos ocurrió narrar la vida circense; en esa época el circo peruano Royal Dumbar estaba de visita en Popayán, así que con otros dos compañeros armamos viaje un fin de semana y los entrevistamos. Entramos a sus camerinos y pudimos compartir experiencias valiosísimas, esas que no se compran ni se venden, de esas experiencias inéditas que ni siquiera se alquilan. Puro oro. Solamente pensábamos hacer unas cuantas preguntas pero nos fuimos llevando mil sorpresas. 

Nos contaron que cuando se moría un payaso, haciendo honor a la profesión, no se hacía un velorio triste y negro sino que, efectivamente, bailaban, se vestían de colores y lo despedían en el tránsito hacia el más allá, independientemente de la idea que cada quien tuviera de ello. Había una niña hermosa, Wendy, quien ahora ha de tener unos 25 años, quien creció y nació ahí. Me contaron que en cada ciudad visitada buscaban en la alcaldía de turno los contactos de algún profesor para que le impartiera clases los días que estuvieran en temporada y así no atrasarse en su proceso académico. 

Hubo alguien con quien nunca pudimos hablar: el hombre lobo. No les miento, vivía encerrado en su cuarto un señor muy peludo, quien solo salía a hacer su número, cobraba su dinero pero no socializaba, decían ellos siempre que él vivía triste y acomplejado por su condición física. 

Pensábamos siempre que ellos no tenían amigos, porque eran nómadas. Que no tenían estabilidad, casa propia, orden y tranquilidad. La última pregunta que les hicimos fue: “¿Ustedes no se aburren de estar siempre con tanto desorden viajando por todo lado, sin un piso firme?” 

El señor Dumbar me respondió, con una sonrisa amable: “¿y ustedes no se aburren de estar siempre haciendo lo mismo, hablando con la misma gente, mirando las mismas cosas, yendo a los mismos lados y tecleando los mismos botones?”. Nunca olvidaré esa respuesta.

Naturalmente nos fue muy bien en ese trabajo de sociología. Luego nos fuimos de remate a la ciudad de hierro, pero eso es otra historia. 

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