Un día en la vida de un cajero

Pienso como un genio, escribo como un autor distinguido y hablo como un niño.  Esta memorable frase era el inicio del libro de memorias de Vladimir Nabókov. Él cerró dicho libro y sonrió, siempre pensaba que esa frase resumía en cierta forma su sentir. Se montó en su bicicleta, allá en plena península escandinava, con ese frío que le carcomía los huesos. En esa ciudad nórdica el invierno no cesaba nunca, no daban ganas de salir, pero él debía trabajar para pagar el arriendo del piso en el que vivía con su familia, debía comprar alimentos, ya era tarde y lo estaban esperando en el supermercado, donde trabajaba de cajero. 

Ya en la mitad de la jornada, a las 11 de la mañana, atendió una pareja de esposos, hombre y mujer, que discutían mientras él iba registrando una barra de pan con higos, una botella de leche, tres zanahorias, un vino Merlot y una cabeza de ajo. -Es que claro, tú solo vives en función de tu deporte, si por ti fuera vivirías solo de jugar tenis y te la pasarías jugando, jugando y consintiendo a tu gato-. Él, con toda la serenidad del adulto nórdico, atinó a responder: -Claro, podría vivir perfectamente con eso, no lo pongo en duda, pero elegí estar también contigo, eso es lo bello, que estoy contigo porque quiero, no porque te necesite-. Mientras hablaba, le guiñó el ojo en señal de complicidad. Se acordó de esa frase que leyó en un libro de Víctor Hugo: No buscar la felicidad en el otro, sino más bien buscar al otro para compartir la felicidad. 

(Seguro luego se contentaron, se tomaron la botella, bailaron y se dieron un beso…)

El cajero, en su hora de almuerzo, abrió un libro de Francisco de Quevedo, llamado “Sueños y discursos”. Su abuela estaba muy triste, lo llamó por teléfono y precisamente él acababa de leer algo sobre el llanto. Él le leyó: “El llanto es engañoso en las mujeres, engañado en los amantes, perdido en los necios y desacreditado en los pobres”. La abuela le agradeció a la literatura por ser siempre pertinente, por proporcionar ideas bellas. Colgó con su nieto, luego de agradecerle esos pocos pero sustanciosos minutos.

El cajero salió del trabajo y pasó comprando unos quiches para llevarle de sorpresa a la familia. “Amo con la mirada y no con la fantasía”, acababa de leer en un libro de Fernando Pessoa. Llegó, se quitó el uniforme y comieron quiches con bebida de avena. No podía echarle mucha azúcar, el médico se la había prohibido.

La noche llegó. Luego se sentó en el sofá y pensaba. “La cultura individual es el verdadero ideal del hombre”, lo decía Oscar Wilde en La decadencia de la mentira. Pensó en la literatura japonesa, pensó en la ficción y se tomó un café cargado.

Siri Huvstedt, bella escritora, decía en su libro de meta-literatura “Recuerdos del futuro”, que la imaginación y la ficción suman más de las tres cuartas partes de nuestra vida real. Él sonrió, él siempre sonreía. Se fue quedando dormido, con su hijo recostado en el hombro y una bella zarzuela de fondo.

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