Balzac, doña Claudia y los escarpines

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(fuente: www.enotes.com)

Me encanta imaginarme siempre el contexto de una novela o historia. Una cosa es la historia como tal, lo referente a qué pasará con el galán, será que se va a enamorar de la feíta del paseo, o será que si al fin van a matar al malo o si va a resucitar; es cierto, una cosa es la historia y su desenlace, si es esperado o no esperado, si nos deja con una sonrisa en los labios,  con una lágrima en los ojos o con ira en el corazón, si el mozuelo se convierte en pantera como Manimal o si lo mandan al exilio como a don Quijote.  La historia es una cosa, el contexto otra.

Ahora me estoy leyendo muy de a poquitos, entre tanta revista y periódico, un libro de Honoré de Balzac que intercalo con otro de poemas de Günter Grass. Oh, sí, hago un paréntesis, por cierto quería manifestar que alguien puede ser el Nobel de los Nobel y no por eso me debe gustar. Günter Grass emplea palabras grotescas que le quitan todo el candor y la elegancia a una bonita escritura, emplea palabras que no pondré aquí porque si lo hiciera estaría siguiéndole el jueguito. Bueno, siguiendo con el tema, me estoy leyendo “Papá Goriot” de este señor Balzac.

Y siempre que leo literatura de esa época, con todo lo que la amo, viene a mi mente una palabra: suciedad. Ese es el contexto que la enmarca. Ese libro transcurre en una pensión de mala muerte (o no sé, más bien de mala vida) llamada la Pensión de la señora Vauquer. El poco baño y las prácticas dudosas de aseo hacen que vengan a mi mente asociaciones un poco indeseables. Igual sentimiento me produjo leer Los Miserables, igual sentimiento al leer El Perfume.

Leamos esta frase transcrita de la página 51: “..Llenando de barro sus medias de seda y torciendo sus escarpines..”. Imagino a la señora, acabadita de comer, pletórica, con sus pies embarrados y quitándoselos en plena posada, con algún roedor pasando de un lado para otro, sin la presencia de talco para pies, sin algún enjuague bucal y con un sudor corporal generado por, además del calor, la usanza de varias ropas, faldas, enaguas y miriñaques. Imagínenlo no más, no creo que se produzcan sonrisas.

El libro que leo es de segunda y tiene color amarillento. Dice por ahí que fue impreso en 1980 y cuando lo compré en la calle, por dos mil pesos, vi que estaba marcado con el nombre de Claudia Robayo. Bauticémosla como doña Claudia. Ella fue la dueña anterior del libro, ni idea quién era y qué tanto hizo con ese libro, mucho menos sé si usaba miriñaques o si en su casa vivía con roedores. Es más, no sé si ella misma era una roedora. Quiero pensar más bien que tenía un frondoso bigote.

Haciendo la introspección respectiva y la posterior comparación de los contextos de los libros con el estado actual de los mismos, he llegado a la conclusión de que lo que más me gusta son las hermosas historias de esa Francia de 1.800, me encantan. Pero podría estar casi seguro que la próxima historia será leída en un libro recién comprado, con olor a nuevo. Eso le puede quitar en cierta medida su contexto de suciedad.

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